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domingo, 26 de mayo de 2013

Llovimos tanto que me ahogué






Hablamos tanto de la lluvia

que un trueno acabó atravesándome la garganta

y tuve que escapar.

Tu vida o tu corazón, me dijo alguien,

quiero pasar mi vida en el suyo, le dije yo,

pero eso no era posible,

era tan imposible como un amor platónico cumplido,

como tú y yo cumplidas,

como tú,

como pedirte que te quedaras después

o vinieras antes,

como mantenerte encendida

al otro lado de la calle

viéndote por la noche sin poder tocarte

y no consumirme en el esfuerzo

de querer tu imposibilidad

al lado de mi almohada,

como negarte a ti

y no negarme a mí en el intento,

como olvidar tu pelo,

como fingir que no estás

detrás de cada palabra que me perturba,

como pretender saber

no echarte de menos

y conseguirlo,

como asentir

creyendo que es cierto

eso de que es el frío

el que hace las ausencias más largas

cuando ahora la única que existe es la tuya

en medio de este incendio de cenizas.



Te acabas de ir

y tus ruidos ya se escuchan por las noches.



Era tan imposible

-tan

imposible

como

pedirte

que

te

quedaras

conmigo-.



La tormenta me sorprendió contigo atrapada en la mirada,

lanzando botellas al mar llenas de besos

que nunca llegaban, que se extraviaban, que se equivocaban de puerto,

que se rompían intentando llegar a mi boca

y confundían mis barcos y me llenaban de cristales los labios

que, pegados a la ventana,

congelados,

solo esperaban verte aparecer.

Y entonces un día me dejé vencer,

olvidé dónde buscarte,

comencé a despegar

tus nudillos de mis pulmones,

me eché la sal de tu sudor perdido

en los ojos,

prohibí tu olor en mis domingos

y escribí todos los antónimos

de tu nombre en mis ventrículos,

si no te olvido a ti

no les olvidaré a ellos,

y al final lo único que quedó

fue un miedo tan inmenso como inconfesable

y un deseo,

solo quería marcharme de ahí y dejar de esperarnos,

irme lejos, pensando que lejos es donde no estás,

sin darme cuenta de que donde realmente estás es en mí,

y que no te irás hasta que yo lo decida.



Pero empezaba a tener frío

y tú no venías a curármelo,

así que tuve que pedirte sin decírtelo

que me volvieras a dejar en tierra y siguieras con tu vuelo,

pero antes quise hablarte del cielo que te rodea,

de que cuando hablas realmente creo

que los relojes carecen de sentido

si no es para pararlos y escucharte un rato más

-solo un ratito más, lo juro-,

que tuve todos los continentes en mis bolsillos

después de tu abrazo

porque cuando tú respiras

el mundo, a veces, se paraliza,

y otras, en cambio, se tambalea,

pero eso es algo que solo entendemos

los que hemos visto a la poesía perder las comillas,

que tu risa astilla las penas

y que aunque nos encontráramos en medio de una guerra

que por no querer luchar terminamos perdiendo,

encontré la paz en tus maullidos,

y fuiste algo así como volver a casa

por primera vez

después de perder mil batallas en la espalda.



Quise decirte que mi papel

siempre se redujo a contemplarte desde lejos

y volverte tinta,

que pudimos

y aunque no fuimos

siempre seremos

-ojalá entiendas eso-,

que nos hicimos el amor

una noche que llovimos

y por eso te llevaré conmigo

siempre.

Que ojalá la huida

hubiera sido de tu cama a la mía,

que ojalá la lucha

se hubiera reducido a morderte las caderas

y no a este cansancio

lleno de ojeras mudas,

que ojalá volviera a verte

cada invierno de mi vida

y vieras que contigo nunca tuve prisa

porque conocerte es viajar y besar

dulce y lento

un día de invierno

llenas de frío por fuera

y de amor por dentro.



Y que ojalá sonrías

y no te culpes

ni te castigues:

tú cambias vidas,

pero no destinos.



Elvira Sastre Sanz


sábado, 25 de mayo de 2013

No sé si eres el amor de mi vida o mi mejor recurso poético




Un día cogí un bolígrafo

y un folio en sucio,

y estuve cien noches sin dormir

intentando encontrar esas palabras

que me rompieran por dentro

-y poder volver a nacer

una y otra vez-.



Otro día distinto

-o quizá era el mismo-

te conocí

y vi cómo los quinientos caballos de mi pecho

abrían los ojos,

como se abren las flores cuando sale el sol,

y mataban a mi calma inerte

en una estampida violenta.



Tengo un amor compartido

por dos personas

y las dos son tú,

y ninguna eres tú.



Una es inmortal,

me habla y juro que nunca he escuchado su voz,

se multiplica con la nostalgia

como si fuera una tormenta a punto de romper,

da bandazos a la tristeza

con unos ojos tan tristes

que convence a cualquiera de que la tristeza

es una virtud.

Ella solo se queda

lo que dura un poema.


Otra es finita y tangible,

con un cuerpo que comienza cada vez que termina

y un tacto

que no sé si es

nube,

sol

o vacío.

Se despeina cada vez que la beso

y cada vez que intento escribir

con ella delante

se abre de piernas y se traga mis palabras

-así que a mí solo me apetece

mandar a la mierda a la poesía

e ir a buscar mi silencio a sus orificios-.



Supongo

que una eres tú

cuando te vas,

y la otra eres tú

cuando te quedas.



Yo solo sé

que me paso las tardes de invierno

engañándote, amor,

que me paso las tardes de verano

engañándote, musa.

Que te quiero sobre la cama,

que te quiero sobre el papel.

Que si me dieran a elegir

entre el amor y la poesía,

la felicidad y la tristeza,

hacerte el amor y echarte de menos,

tu casa y mi cuarto,

tu sexo y el bolígrafo,

seguramente,

quizá,

probablemente,

os salvaría a las dos

y me suicidaría

en el próximo poema y en el próximo polvo.



Elvira Sastre Sanz


viernes, 24 de mayo de 2013

Y dormir a tu lado se convierte, entonces, en poesía



Caminas descalza

como si supieras de qué está hecho el mundo

y quisieras darle forma con la curva de tus pies,

bailándolo a tu antojo

como bailas mis días,

haciendo que al resto

se nos claven tus huellas

en lo que nos queda de ojos

después de mirarte,

y no podamos sino seguirte.



A veces sonríes,

y el mundo se abre con tu boca,

como cuando bostezas

y tiras por la borda

cualquier amago de abandonarte,

porque la paz está ahí,

entre tus dientes,

cuando me muerdes el corazón

y te lo tragas,

y yo respiro.



Me miras

noventa y nueve veces al día

como si yo fuera lo único que se interpusiera

entre la realidad y tus ojos,

me conviertes en tu filtro

y dices que a través de mí

el mundo se ve más bonito,

y son cien las veces que yo te miro de vuelta

preguntándome

qué diablos será eso que te convierte en cielo

y despeja mis tormentas,

que te hace sujetarme

cuando decido precipitarme

o dejarme la garganta

en mil silencios,

qué esconde mi boca

para que mientras me besas

solo pienses en el siguiente beso,

qué verás

en mi pelo alborotado al despertar

para que quieras acariciármelo así,

como si estuviera herido

y tú supieras exactamente

qué hacer

para salvarlo,



-preguntándome

qué diablos

tendré

para

ser

lo

único

que

ves

cuando

miras

al

mundo-.



Me masturbas el alma

a dos manos

-cómo no voy a creerme

que tus dedos

me esconden-,

me pones de espaldas

y te dejas

entera

dentro de mí

-así pasa ahora,

que te llevo a todas partes-,

te vuelves

algo así como un animal salvaje

pero tierno,

con esa lascivia

que dibuja tu boca

cuando tienes hambre,

te vuelves gigante

y me nombras,

y yo te digo

al oído

que voy a correrme contigo

hasta llegar al fin del mundo,

si es que eso existe

después de ti

-tú,

que lo único que tienes de final

es todo lo bonito

que viene después-,

y entonces

caigo rendida,

vencedora,

libre,

con el alma aun entre tus dedos,

desnuda,

palpitante,

viva,

en calma,

frágil,

repleta,

satisfecha,

completa,

sobre tu pecho,

y es entonces cuando entiendo

lo de soñar sin dormir.


Y me creo lluvia

y te duermo a besos.


Quién me iba a decir a mí

que ibas a llegar a mi corazón

entrando por la boca.


Conviertes las mil maneras

que existen de huir

en mil maneras de quedarse,

contigo.

Y dormir a tu lado

se convierte,

entonces,

en poesía.



Elvira Sastre Sanz


jueves, 23 de mayo de 2013

Sin orificio de salida





Esta mañana, al despertarme,

creí que llovía.

Luego abrí la ventana y no,

no era lluvia,

eras tú,

que te alejabas,

que ya no volabas,

que ya no estabas.

Y ya no pude volver a dormir.


Yo que siempre pensé

que besándote te hubiera convencido:

a ti de quererme,

a mí de no dispararte,

pero mil poemas tristes nunca fueron suficientes

para alguien que desprende primaveras

al abrir las alas,

ni siquiera versarte los labios cada mañana,

ni quitarte el frío de las manos,

ni cargarte a mi espalda

mientras me rompo el cuello intentando mirarte

-si supieras lo que echo de menos mirarte,

casi tanto

como a ti-,

ni ser el preludio de tu música,

es decir,

de tu risa,

no fue suficiente abrirte mi carne

para que la llenaras de la tuya

bloqueando cada esquina con el recuerdo de tu cara,

ni llamarnos de mil maneras diferentes

con el único propósito

de ser únicas

la una para la otra.


El mundo se dio cuenta

de que cada vez que venías

yo adelantaba las manillas del reloj

para ver si mi futuro llevaba tu nombre,

de que te robé todos los relojes

para que así no agotaras tu tiempo conmigo,

y destrozó mis horas,

el muy cabrón,

como quien aplasta lagrimales,

y yo miré suplicante a tus muñecas desnudas,

a la pared vacía,

a tus mañanas entre mantas sin horario,

pero la habitación se llenó

del jet-lag que sufren mis sueños

desde que abandonaron tu cama,

y todos los intentos de sostenernos fueron en vano,

de repente la vida pesaba demasiado

y tú eras más grande que la lluvia.

Y no fue suficiente para mí,

y tuve que deshacerme de los segundos que dejaban tus minutos.

Yo, que te llené de palabras,

me cansé de que las tuyas solo fueran de ida

y no pude evitar mirar la última página,

donde tu pelo ya no estaba.

Donde mis dedos ya no estaban.

Y leerte despacio

para engañar al reloj,

dejó de funcionar.

Y silenciar el temblor de mis manos

para que no te fueras,

solo hizo más ruido.


Eres tanto

que cualquier cosa que no sea tenerte al final del día

no resulta suficiente.

Y eso no es culpa de nadie.


Así que perdóname

por no conseguir

que fuéramos suficiente.

Por llenarte el cuerpo de adioses,

vestir mis dedos de balas

y dispararte

-aunque te lleve tan dentro

que dispararte a ti

sea como dispararme a mí,

pero sin orificio de salida-,

por empujarte hacia el abismo de mis labios

y suicidarte antes

de olerte,

por odiarte un poco

porque llueve

y no vas a aparecer,

porque mi reloj ahora solo me diga

que es hora de marcharme,

por sacarte de mis ojos

para poder dormir,

por quedarme

a ver cómo nos ponemos la ropa la una a la otra

sabiendo que no volveremos a desnudarnos,

y después irme.


Perdóname,

por no encontrar otra manera de salvarme

que no implicara abandonarte.


Y aunque esto sea un poema triste más,

tienes que saber

que hacerte el amor fue como empezar una frase,

y terminarla.

Abandonarnos ahora

es dejar inacabado el poema.


Pero recuérdalo,

una vez al día

te cambiaría por toda la poesía.





Elvira Sastre Sanz





miércoles, 22 de mayo de 2013

Quiero hacer contigo todo lo que la poesía aún no ha escrito





Cualquiera diría al verte

que los catastrofistas fallaron:

no era el fin del mundo lo que venía,

eras tú.



Te veo venir por el pasillo

como quien camina dos centímetros por encima del aire

pensando que nadie le ve.

Entras en mi casa

-en mi vida-

con las cartas y el ombligo boca arriba,

con los brazos abiertos

como si esta noche

me ofrecieras barra libre de poesía en tu pecho,

con las manos tan llenas de tanto

que me haces sentir que es el mundo el que me toca

y no la chica más guapa del barrio.



Te sientas

y lo primero que haces es avisarme:

No llevo ropa interior

pero a mi piel le viste una armadura.

Te miro

y te contesto:

Me gustan tanto los hoy

como miedo me dan los mañana.



Y yo sonrío

y te beso la espalda

y te empaño los párpados

y tu escudo termina donde terminan las protecciones:

arrugado en el cubo de la basura.

Y tú sonríes

y descubres el hormigueo de mi espalda

y me dices que una vida sin valentía

es un infinito camino de vuelta,

y mi miedo se quita las bragas

y se lanza a bailar con todos los semáforos en rojo.



Beso

uno a uno

todos los segundos que te quedas en mi cama

para tener al reloj de nuestra parte;

hacemos de las despedidas

media vuelta al mundo

para que aunque tardemos

queramos volver;

entras y sales siendo cualquiera

pero por dentro eres la única;

te gusta mi libertad

y a mí me gusta sentirme libre a tu lado;

me gusta tu verdad

y a ti te gusta volverte cierta a mi lado.





Tienes el pelo más bonito del mundo

para colgarme de él hasta el invierno que viene;

gastas unos ojos que hablan mejor que tu boca

y una boca que me mira mejor que tus ojos;

guardas un despertar que alumbra las paredes

antes que la propia luz del sol;

posees una risa capaz de rescatar al país

y la mirada de los que saben soñar con los ojos abiertos.





Y de repente pasa,

sin esperarlo ha pasado.

No te has ido y ya te echo de menos,

te acabo de besar

y mi saliva se multiplica queriendo más,

cruzas la puerta

y ya me relamo los dedos para guardarte,

paseo por Madrid

y te quiero conmigo en cada esquina.







Si la palabra es acción

entonces ven a contarme el amor,

que quiero hacer contigo

todo lo que la poesía aún no ha escrito.







Elvira Sastre Sanz




 



martes, 21 de mayo de 2013

Madrid sin nosotras no es Madrid



He vuelto a casa
y me he dado cuenta
de que Madrid no merece su nombre
desde que tú no estás,
pero bueno,
tú ya sabes que es más fácil hablar de ausencias
que sufrirlas.

Está todo como lo dejaste
-menos tú-,
aunque el cielo de este infierno
sea demasiado blanco desde que no lo sobrevuelas,
y las noches anden medio perdidas
porque no sé cómo explicarles
que ahora toca echarte de menos,
y mis manos se pregunten
por qué te he cambiado por los poemas
-ellas siempre te prefirieron a ti-.

El invierno ha venido sin bufanda
a mi calle
y no puedo negar
que el frío sin ti es solo un parte meteorológico,
que si no las miras tú
las hojas de los árboles en vez de bailar
se marchitan,
que las semanas ahora
solo son un cúmulo de planes vacíos
en vez de viajes alrededor de ti.

Madrid sin nosotras
no es Madrid,
amor,
sólo es un burdo intento
de parecerse a cualquier cosa
sin conseguirlo.
Como cantar en voz baja
o besar con los ojos abiertos.


Elvira Sastre Sanz


lunes, 20 de mayo de 2013

La última primera vez





Nos dijimos tantas veces adiós
que despedirnos
significaba reinventar un reencuentro.

Era un precipicio con vistas al mar, 
y yo me hice adicta a las alturas
desde que la contemplé precipitarse sobre mí
desde el punto más alto de un sueño.
Era una espalda magullada
que desprendía felicidad al desplegarse, 
quizá por eso me adherí a ella:
era ese punto exacto de felicidad
que tiene la tristeza
y que nunca se encuentra.

Pero, entonces, ella.

La última primera vez que la vi
estaba de espaldas
-cómo no, 
ella siempre por delante del mundo-, 
y me tembló cada huella.
Se giró 
y con ella mis palabras, 
y nos abrazamos, 
como se abraza un niño al peluche
que le salva cada noche de las pesadillas,
como se abraza un cuerpo llovido y frío
a otro que le espera lleno de mantas, 
como se abraza al futuro quien ha perdido demasiado
a cambio de un poco, 
como se abrazan dos almas cansadas
que solo necesitan que sus huesos choquen.

Estaba tan guapa, 
tan guapa como la primera vez,
tan guapa como los finales tristes
que terminan con un beso, 
como esas tormentas que te ahogan
si no te mojan, 
tan guapa 
como esas mujeres que
-por fortuna o por desgracia- 
son para toda la vida.

Sueño tanto con ella
que verla es como seguir dormida.

Ella caminaba
y decía que los ayeres
nunca podrían convertirse en mañanas;
que cuando el reloj se rompe
de nada sirve darle cuerda;
que hay flores que duran un verano
porque la vida es así, 
y de nada vale ahogarles en agua
si ya es invierno.

Yo la escuchaba
como se escuchan algunas canciones:
leyéndola.
Verbalizaba todos mis motivos
en cada sorbo de café
-a veces se ausentaba
y era entonces 
cuando yo le deslizaba mis razones
sobre la mesa-.
Fue uno de esos momentos
en los que las palabras sobran.
Me explico:
cuando sabes el final de una película
y aún así vuelves a verla, 
es cuando te fijas en los detalles que guarda.
Y yo solo quería mirarla, 
una última primera vez más.
Porque, 
pese a todo,
sonreía.

Sonreía taladrando mi mirada
con sus ojos tristes.

Y así hasta su adiós me parecía bonito.


Después, 
devoramos cada migaja que dejamos
para no poder encontrar
el camino de vuelta a nosotras.
Pero, en medio del banquete,
le acaricié el pelo
y fue como tocar una nube:
nos caló los huesos.

La vi lloverse por dentro,
deshacerse hundida en mi hombro, 
alcanzar mis latidos, 
abandonar por un momento el camino
mirando mis ojos mirando su boca, 
suplicarme que (no) la dejara ir, 
respirarme el cuello
para coger aire, 
estrecharme
como si aferrándonos así
pudiéramos salvarnos, 
rendirse
de rodillas
ante todos los amores que no pueden ser
y sacrificarse
durante un instante
por ellos.

Estaba más bonita, más desnuda y más lluvia que nunca.

Cómo no iba a besarla.
Cómo no iba a deshacerme de todos los salvavidas
en su boca de agua
una última primera vez.

Al abrir los ojos
vislumbré su espalda vestida sin mis manos
-como la primera vez-
alejándose de otra vida,
zigzagueando entre su presente y mi futuro, 
recogiendo flores arrancadas
para recordarse que no podríamos
volver a querernos, 
con nuestra saliva aun latiendo en el corazón
y el silencio gritando 
en su boca ya cerrada.

Hay cosas que no pueden terminarse
porque nunca han comenzado.


Elvira Sastre Sanz





domingo, 19 de mayo de 2013