Difícil prescindir de las costumbres, de la oscuridad de ciertos hábitos como eczemas, de las sombras enquistadas bajo una piel demandante y nocturna. Demasiado atractiva la amargura cuando exime de las luchas cotidianas, del anonimato productivo, del desasirse de las sábanas a pesar del sueño pesado. Difícil es de soltar la mano de aquella a quien más temo, pues es capaz de producir sorpresa, de hacer que sienta que puedo apostar por todos los números, no percibir las renuncias, no preguntarme ¿y si hubiera?
Sé que no entiendes el remolino que me lleva, la angustia que responde a tu sonrisa, el suspiro callado, la mano que aguarda suspendida desenfundar por fin mi amor completo, temerosa. No entiendes. Besas y algún rato interrogas mi silencio. Acaricias el lamento que me ahoga. ¿Puede tu Saanyong asemejarse a un carro, un león, un jabalí, un mismo yugo? ¿Olvidaremos un día alguna ofrenda? Los dioses habrán decidido en mi lugar. Me llamo Alcestis. Y puedo morir por ti.
En lo alto de esas cumbres agobiantes hallaremos laderas y peñascos, donde yacen metales, momias de alga, peces cristalizados; pero jamás la extensa certidumbre de que antes de humillarnos para siempre, has preferido, campo, el ascetismo de negarte a ti mismo. Fuiste viva presencia o fiel memoria desde mis más remota prehistoria. Mucho antes de intimar con los palotes mi amistad te abrazaba en cada poste. Chapaleando en el cielo de tus charcos me rocé con tus ranas y tus astros. Junto con tu recuerdo se aproxima el relente a distancia y pasto herido con que impregnas las botas... la fatiga. Galopar. Galopar. ¿Ritmo perdido? hasta encontrarlo dentro de uno mismo. Siempre volvemos, campo, de tus tardes con un lucero humeante... entre los labios. Una tarde, en el mar, tú me llamaste, pero en vez de tu escueta reciedumbre pasaba ante la borda un campo equívoco de andares voluptuosos y evasivos. Me llamaste, otra vez, con voz de madre Y en tu silencio sólo halló una vaca junto a un charco de luna arrodillada; arrodillada, campo, ante tu nada. Cuando me acerco, pampa, a tu recuerdo, te me vas, despacio, para adentro... al trote corto, campo, al trotecito. Aunque me ignores, campo, soy tu amigo. Entra y descansa, campo. Desensilla. Deja de ser eterna lejanía. Cuanto más te repito y te repito quisiera repetirte al infinito. Nunca permitas, campo, que se agote nuestra sed de horizonte y de galope. Templa mis nervios, campo ilimitado, al recio diapasón del alambrado. Aquí mi soledad. Esta mi mano. Dondequiera que vayas te acompaño. Si no hubieras andado siempre solo ¿todavía tendrías voz de toro? Tu soledad, tu soledad... ¡la mía! Un sorbo tras el otro, noche y día, como si fuera, campo, mate amargo. A veces soledad, otras silencio, pero ante todo, campo: padre-nuestro.
Aquí -es decir, aquí donde la flor del cerezo quiere ser más negra que allí. Aquí -es decir, esta mano que le ayuda a serlo. Aquí -es decir, aquel barco en el que remonté el río de arena: amarrado fondea en el sueño que esparciste.
Aquí -es decir, un hombre que conozco: sus sienes son blancas, como las ascuas que apagó. Me arrojó su vaso a la frente y volvió, pasado un año, para besar la cicatriz. Profirió su maldición y su bendición y no volvió a hablar desde entonces.
Aquí -es decir, esta ciudad, regida por ti y la nube, desde sus tardes.
La sombra nos es propicia, sus regalos, los pequeños espejos enmarcados en el aroma de Oriente, el balcón abierto, el calor del sol de tarde, los libros dejados como acabados de leer y la espartana compañía de un reloj que ya no da la hora.
Somos el punto y seguido de una historia con punto y final, herederos jugando a simulacros, a huéspedes que riegan las flores ocupando toda la casa como si fuera nuestra, tierra santa, lejos de Sestos y Abydos.
Sudamos abrazados a los olvidos cotidianos, mordemos elipsis, y ella, la sombra, renace cada vez, danza de vida entre mis pechos y tu boca.
Sucede que me canso de ser hombre. Sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro Navegando en un agua de origen y ceniza.
El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos. Sólo quiero un descanso de piedras o de lana, sólo quiero no ver establecimientos ni jardines, ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.
Sucede que me canso de mis pies y mis uñas y mi pelo y mi sombra. Sucede que me canso de ser hombre.
Sin embargo sería delicioso asustar a un notario con un lirio cortado o dar muerte a una monja con un golpe de oreja. Sería bello ir por las calles con un cuchillo verde y dando gritos hasta morir de frío
No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas, vacilante, extendido, tiritando de sueño, hacia abajo, en las tapias mojadas de la tierra, absorbiendo y pensando, comiendo cada día.
No quiero para mí tantas desgracias. No quiero continuar de raíz y de tumba, de subterráneo solo, de bodega con muertos ateridos, muriéndome de pena.
Por eso el día lunes arde como el petróleo cuando me ve llegar con mi cara de cárcel, y aúlla en su transcurso como una rueda herida, y da pasos de sangre caliente hacia la noche.
Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas, a hospitales donde los huesos salen por la ventana, a ciertas zapaterías con olor a vinagre, a calles espantosas como grietas.
Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos colgando de las puertas de las casas que odio, hay dentaduras olvidadas en una cafetera, hay espejos que debieran haber llorado de vergüenza y espanto, hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos. Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos, con furia, con olvido, paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia, y patios donde hay ropas colgadas de un alambre: calzoncillos, toallas y camisas que lloran lentas lágrimas sucias.
Ahora que lo preguntas, la mayor parte de los días no puedo recordar. Camino vestida, sin marcas de ese viaje. Luego la casi innombrable lascivia regresa.
Ni siquiera entonces tengo nada contra la vida. Conozco bien las hojas de hierba que mencionas, los muebles que has puesto al sol.
Pero los suicidas poseen un lenguaje especial. Al igual que carpinteros, quieren saber con qué herramientas. Nunca preguntan por qué construir.
En dos ocasiones me he expresado con tanta sencillez, he poseído al enemigo, comido al enemigo, he aceptado su destreza, su magia.
De este modo, grave y pensativa, más tibia que el aceite o el agua, he descansado, babeando por el agujero de mi boca.
No se me ocurrió exponer mi cuerpo a la aguja. Hasta la córnea y la orina sobrante se perdieron. Los suicidas ya han traicionado el cuerpo.
Nacidos sin vida, no siempre mueren, pero deslumbrados, no pueden olvidar una droga tan dulce que hasta los niños mirarían con una sonrisa.
¡Empujar toda esa vida bajo tu lengua! que, por sí misma, se convierte en pasión. La muerte es un hueso triste, lleno de golpes, dirías,
y a pesar de todo ella me espera, año tras año, para reparar delicadamente una vieja herida, para liberar mi aliento de su dañina prisión.
Balanceándose allí, a veces se encuentran los suicidas, rabiosos ante el fruto, una luna inflada, Dejando el pan que confundieron con un beso Dejando la página del libro abierto descuidadamente Algo sin decir, el teléfono descolgado Y el amor, cualquiera que haya sido, una infección.
Me pasa siempre, y duele, y confunde. Debe ser algo relacionado con la desesperación de vivir. Si estoy en Barcelona, me gustaría estar en Madrid.
Si estoy en Zaragoza, me gustaría estar en La Coruña. Si estoy en La Coruña, me gustaría estar en la cima del Aneto, comiendo setas venenosas bajo el cielo helado. Si voy al cine, en mitad de la película me entran unas ganas revolucionarias de estar en mi casa viendo la televisión. Si estoy sentado en el sofá viendo la televisión, me gustaría estar muerto y enterrado en el cementerio, contando los días que faltasen para la resurrección de la carne.
Todo me persigue, ciudades, cines, casas, cementerios. Si estoy con amigos, preferiría estar con amigas. Si estoy con amigas, me gustaría estar con enemigas. Si estoy con enemigas, me gustaría estar en casa durmiendo la siesta. Si me compro unos zapatos con cordones, en que salgo de la tienda y ando por la calle empiezo a envidiar a todos aquellos que llevan zapatos sin cordones. Y también me pasa con las camisas, las cazadoras, los pijamas, y las sandalias en el verano. Y también con las vidas: Si me pienso abogado, preferiría ser médico. Si médico, sacerdote. Si sacerdote, hombre casado y con siete hijos. Si casado, soltero. Si soltero, viudo muy apenado. Si viudo, monje. Si monje, matador de toros. Estés donde estés, no has acertado por completo. Siempre hay algo más barato y mejor por ahí. Siempre hay vistas desconocidas en el acantilado de la vida. Me está matando esto de vivir una sola vida. La gran muerte de vivir en una sola forma.
No estoy sola, no estoy vestida pero siento como las entrañas de los relojes huyen a miles de kilómetros de aquí.
Me tumbo boca abajo, trato de reserva algo de oxigeno para cuando te vayas pero has cerrado los ojos con la misma celeridad con la que el mar le cierra la salida de emergencia a los malos nadadores y tengo que volver a mi posición inicial y permitir que entorno a mí se agrupen todos los objetos del mundo.
El techo, una lámpara a la que la luz natural parece haberle robado las bombillas. tres puertas a medio cerrar, ropa arrugada y húmeda que comparte dióxido de carbono con el suelo, y tú.
Sé que en otra ocasión ya me habría levantado de la cama sin embargo hoy mato el tiempo como lo haría una visita educada y rezo porque tengas el sueño leve y porque no me hagas recordar que soy yo la dueña de la casa.
Cuando hablo de amor hablo de ti, de ese ir y venir en la galerna, postrera bitácora del tiempo, asesina de odios y desmanes anuncias siempre una tormenta y eres entre todas la dulzura.
Ciégate para siempre: también la eternidad está llena de ojos- allí se ahoga lo que hizo caminar a las imágenes al término en que han aparecido, allí se extingue lo que del lenguaje también te ha retirado con un gesto, lo que dejabas iniciarse como la danza de dos palabras sólo hechas de otoño y seda y nada.
Al final del asunto siempre es la muerte. Ella es mi taller. Ojo resbaladizo, fuera de la tribu de mí misma mi aliento te echa en falta. Espanto a los que están presentes. Estoy saciada. De noche, sola, me caso con la cama. Dedo a dedo, ahora es mía. No está tan lejos. Es mi encuentro. La taño como a una campana. Me detengo en la glorieta donde solías montarla. Me hiciste tuya sobre el edredón floreado. De noche, sola, me caso con la cama.
Toma, por ejemplo, esta noche, amor mío, en la que cada pareja mezcla con un revolcón conjunto, debajo, arriba, el abundante par espuma y pluma, hincándose y empujando, cabeza contra cabeza. De noche, sola, me caso con la cama.
De esta forma escapo de mi cuerpo, un milagro molesto, ¿Podría poner en exibición el mercado de los sueños? Me despliego. Crucifico. Mi pequeña ciruela, la llamabas. De noche, sola, me caso con la cama.
Entonces llegó mi rival de ojos oscuros. La dama acuática, irguiéndos en la playa, en la yema de los dedos un piano, vergüenza en los labios y una voz de flauta. Entretanto, yo pasé a ser la escoba usada. De noche, sola, me caso con la cama.
Ella te agarró como una mujer agarra un vestido de saldo de un estante y yo me rompí como se rompen las piedras. Te devuelvo tus libros y tu caña de pescar. El periódico de hoy dice que os habéis casado. De noche, sola, me caso con la cama.
Muchachos y muchachas son uno esta noche. Se desabotonan blusas. Se bajan cremalleras. Se quitan zapatos. Apagan la luz. Las criaturas destellantes están llenas de mentiras. Se comen mutuamente. Están más que saciadas. De noche, sola, me caso con la cama.
Regreso dormida a tu pecho. Bailo un compás irresistible, telúrico, de duende que atrapa, de verdes campos, verdes ramas, de confianza que mece al desencanto. Vuelve a resbalar de mis labios la saliva que te busca. Me vence el sueño y un ronquido equidistante de mí, pero mío, te habla de los días que vendrán. Péiname, arrópame, haz de la caricia nuestro único lenguaje. Yo sigo inmóvil, no hablo, duermo, pero siento todo el amor del mundo aquí, dormida en tu pecho. Otra vez el tiempo en suspenso. La vida afuera, en la ventana. Y un archivo imborrable en la memoria.
Al sol siéntate. Y abdica para ser rey de ti mismo. Fernando Pessoa
Bacalao a brás y vino de Oporto para mirar contigo a un Tajo moribundo. Aún hay aromas a claveles en las calles, aún retumban las palabras de Pessoa entre los adoquines viejos de la Baixa y aún se derraman los fados por las cuestas del Bairro Alto buscando tu oído. Y los tranvías recorren, como átomos de oxígeno, los estrechos vasos capilares de esta nariz de Europa que huele eternamente la brisa marina del Atlántico.
Estoy aquí con mis manos madre, con mi cara blanca, mis pupilas y una nausea de memoria de vasos sanguíneos antiguos, de aquél tiempo en el que el sol hacía daño a los ojos. Escucha: esto que me ahoga no es el silencio, nunca el silencio fue algo mío como la piel, ni tuyo, pero de esta forma se me presenta, apenas murmullo, apenas sílaba. Podría haber venido cantando madre, o tal vez gritando tu nombre desde el pasillo, pero traigo un cántaro de arcilla sobre la cabeza con un rodete hecho de tela que mantiene su equilibrio, y vengo en busca de estas cosas que son mías, que son nuestras, y que nos vuelven del revés si las cocemos a fuego lento. Ya oigo como me hablas madre, tan bajito, tan raíz, acércate y que los recuerdos sean molinos y que sus aspas nos eleven y que nos dejen de nuevo en el suelo, para que de este modo nos digamos desde el estómago, desde la vida, ahora que todavía se nos embalsa, por si se rompe el muro, por si no hay tiempo suficiente para agarrarnos fuerte la una a la otra.
Ahora que lo preguntas, la mayor parte de los días no consigo recordar. Camino vestida, sin marcas de ese viaje. Luego la casi innombrable lascivia regresa.
Ni siquiera entonces tengo nada contra la vida. Conozco bien las hojas de hierba que mencionas, los muebles que has puesto al sol.
Pero los suicidas poseen un lenguaje especial. Al igual que carpinteros, quieren saber qué herramientas. Nunca preguntan por qué construir.
En dos ocasiones me he expresado con tanta sencillez, he poseído al enemigo, comido al enemigo, he aceptado su destreza, su magia.
De este modo, grave y pensativa, más tibia que el aceite o el agua, he descansado, babeando por el agujero de mi boca.
No se me ocurrió exponer mi cuerpo a la aguja. Ni siquiera estaban la córnea y la orina sobrante. Los suicidas ya han traicionado el cuerpo.
Nacidos sin vida, no siempre mueren, pero deslumbrados, no pueden olvidar una droga tan dulce que incluso los niños mirarían con una sonrisa.
¡Empujar toda esa vida bajo tu lengua! que, por sí misma, se convierte en una pasión. Es la muerte un hueso triste, lleno de golpes, se diría,
y a pesar de todo ella me espera, año tras año. para reparar delicadamente una vieja herida, para liberar mi aliento de su prisión dañina.
Balanceándose, así se encuentran a veces los suicidas, rabiosos ante el fruto, una luna inflada, abandonando el pan que confundieron con un beso, dejando la página del libro abierta al azar, algo sin decir, el teléfono descolgado y el amor, lo que quiera que haya sido, una infección
Ni siquiera las nubes solares pueden esta mañana permitirse semejantes faldas. Ni la mujer de la ambulancia, cuyo rojo corazón florece a través del abrigo tan asombrosamente…
Un don, un don de amor, jamás solicitado ni por un cielo
que pálida y llameantemente quema sus monóxidos de carbono, ni por unos ojos que el embotamiento detiene bajo sombreros hongos.
Dios mío, ¿qué soy yo para que esas bocas tardías se abran a gritos en un bosque de escarcha, en un amanecer de flores de trigal?
..La poesía es como el viento,
o como el fuego, o como el mar.
Hace vibrar árboles, ropas,
abrasa espigas, hojas secas,
acuna en su oleaje los objetos
que duermen en la playa..."