El vestíbulo es un vientre. ¿Respira? Su luz es un puño, que nos sujeta; su rectitud doblega los cuerpos, les quita la ternura y la sal, y después, como un pájaro enorme, se instala en los artesonados y observa cómo recobran su estatura, cómo renacen en el seno de la banalidad. ¿Habla? ¿Se mueve? Respiran los hombres, caídos, y los ordenadores, conquistados por los ácaros, y las ratas, que se revuelcan en la hojarasca de los archivos: al compás de sus oscuros diafragmas, se despiertan las turbulencias y los números. Las paredes se dilatan, empujadas por un aliento auroral, que las penetra como un rayo subterráneo. No es una casa, aunque acoja el dolor y el deseo; no es un cuerpo, aunque los azulejos se arruguen y los ascensores jadeen y los techos sean coágulos de yeso y obediencia; no es un lugar, aunque sus cristales arraiguen en la tierra y sus arcos se prolonguen, por encima del hastial, como un ramo de ojivas invisibles. Me han dicho que el guardia de seguridad acaba de tener una niña; sonríe, como todas las mañanas. Alguien activa el detector de metales: saltan al aire flores coriáceas.
(Qué deprisa se vacían los trenes. Los túneles huelen a óxido. El corazón huele a óxido. En los ojos hay túneles coronados por un sol yermo, cenizas que se depositan en la mirada, y cuyo peso es el peso de lo perdido. Huyo hacia el tiempo, que es un lugar áspero, arriba, lejos, espuma de la oscuridad, nada densa, polvo que se abre como una rosa dura. Qué deprisa me vacío.
Hoy me olvidaba la cartera en el portaequipajes. Me ha dado un vuelco el corazón. Dentro había un ensayo inacabado sobre Álvarez Ortega, una carta de Gamoneda, el último libro, tan hermoso, de Tomás. Ahí está, intacta, inútil, centro que vuelve al centro; y el vagón, también centro, sin vísceras ni mundo, con la desolación de las cosas que se mueven cuando se han parado).
El reloj marca las nueve y dos minutos. En el suelo ajedrezado se acumulan las sombras, las que caen de la ropa entristecida, las que se desprenden de las sonrisas romas, las desencajadas por la laceración. Tropiezo con ellas. O con este “buenos días” con el que me hago parte, a mi pesar, de otros seres. O con la calculadora, cuya sumisión aborrezco. O con esta cárcel, con cada uno de sus ocelos, con todos sus zócalos y sus masturbaciones. O con la luz, en la que me ahormo, con la que chocan mis pasos. O conmigo.
(Ella viene, estocada de fiebre, boca cruel de mariposa. Es el vientre de la ausencia, que alumbra los días que no poseo).
Pero el edificio es lento y su bostezo dolorosamente me llama.
Eduardo Moga
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