domingo, 13 de junio de 2010

[LA LUNA YACE EN EL HORIZONTE…]







La luna yace en el horizonte, como un absceso de luz. Ha engordado: es un agujero de oropimente en el cráter sin bordes de la noche [los meteorólogos dicen que se trata de un efecto óptico, pero no saben explicarlo: la ciencia es un vademécum de metáforas. Hacía dieciocho años que no coincidían la luna llena y el solsticio de verano, puntualizan, como si eso aclarara algo]. Las calles no existen; nosotros las creamos: se dilatan a nuestro paso, rezumantes de negrura, y luego se extinguen, engullidas de nuevo por la inconcreción. Luces estridentes abren, en un laberinto de nadas, simas instantáneas, que boquean con avidez y se suman a la nada.

Suenan estallidos acolchados en los jardines y vertederos. Una bolsa de plástico, laxa como una medusa, emborrona el aire [como en American Beauty, cuando el protagonista le enseña a la chica su filmación de una bolsa revoloteando en una calle desierta, y le pregunta: «¿Has visto jamás algo más hermoso?». Y tiene razón: sus imágenes son de una belleza inexplicable]. Una lata ya eventrada vuelve a pulverizarse, bajo los efectos de más pólvora [una pólvora domesticada, por más que mañana los periódicos se llenen de noticias sobre quemaduras de niños y amputación de dedos (y así ha sido: siete heridos graves, señala la prensa del veinticinco)]. Hay desperdicios chinos en los suelos manchados, y cielos doblemente ennegrecidos: las lentejuelas de la pirotecnia oscurecen lo oscuro.

Deflagra un manojo de luces. Se dispersan los esputos ardientes en la gruta del cielo. El estruendo se deshilacha en ruidos oleosos. Se oyen ráfagas hambrientas.

Bebo. Hablo. Río. Comparte la cena una pareja de amigos de nuestros anfitriones, con sus dos hijos. Su simplicidad me fascina y, a la vez, me repele; lo elemental me resulta asfixiante. Al marido, cuando nos quedamos solos en el jardín, mientras los demás se afanan en traer bandejas, le digo que uno se aleja sin remedio de sus aficiones juveniles, y que así me ha sucedido con la verbena y los petardos, y con el fútbol, cuyo atractivo ha palidecido, hasta casi desaparecer, con los años. [Lo mismo me ha pasado con la poesía, añado ahora: cada vez se me hace más difícil encontrar una lectura placentera o escribir un poema satisfactorio; quizá por eso recurro a la prosa, aunque sea en verso]. Me responde que, en su caso, no ha sido así: todavía le gusta lo mismo que le gustaba de niño. ¿Ah, sí?, pregunto yo. ¿El qué? Las motos, responde. Y añade: «Llegué a tener cinco a la vez, aunque luego las fui vendiendo. Ahora me vuelve a apetecer tener una». Qué espanto, pienso, pero a él le brillan los ojos de entusiasmo [parecen dos hongos luminosos en un cráneo despoblado]. Al despedirnos, pondera con legítimo orgullo las virtudes de su flamante Scénic. Sí, es un coche magnífico, convengo yo, sin saber nada del Scénic ni de coches.

Pretendemos ver luego una de las hogueras del pueblo, delante de la biblioteca municipal. Por suerte no la harán en la biblioteca, bromeo. Ardería de perlas, responde mi anfitrión: sospecho que su chascarrillo no es una broma. Recorremos las calles iguales de la urbanización, un laberinto de cónyuges y gotelé. [La homogeneidad de las formas ha de conducir necesariamente a la del pensamiento]. Pero la hoguera no está: en el descampado sólo hay un avispero de niños y un tableteo rubio. [Recuerdo las hogueras de mi infancia: montañas de madera y escay, sobre el asfalto atormentado, del que emergía una lengua indócil, que repartía lametazos carmesíes. En el calor sobrenadaban palomas turbulentas. Había olores a gato y a moho, lentitudes de níspero y de metacrilato, transparencias. El salitre se pegaba a los minutos].

Los niños se duermen. S., la hija de los anfitriones, descansa en un sofá con la despreocupación de la niñez y la plenitud auroral de la adolescencia. El pecho ya convexo empuja un corpiño insuficiente. Tiene los labios entreabiertos y los pómulos de cera.

Penetramos en la noche. Una gasolinera chorrea resplandores fucsias. Todavía se oye algún estallido, asordinado por la distancia. Creo que un Scénic está repostando.

Me tomo el somnífero.



Eduardo Moga


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