miércoles, 28 de abril de 2010
Del canto XIII de EPÍSTOLA DESDE CIMERIA
Desde el árbol nos contempla una muchedumbre sentada, con rostros graves y románicos.
Una multitud acompaña a cada hombre.
Llegamos a la plaza: nuestros muertos abuelos ven ángeles donde nosotros palomas. De noche, ven abrirse la flor de nuestro dolor; y con ojos que ya nunca se cierran, contemplan la sangre que no pueden restañar.
Desde las profundidades clamamos, donde permanecemos abandonados a nuestras palabras y discursos, a su veneno clavado en nuestras venas y del que no podemos huir. Palabras que discurren por tuberías y alcantarillas, que suben y bajan y siempre vuelven, y se nos enroscan como serpientes a cada paso incierto.
Pero en algún lugar, bajo el asfalto, está el manantial.
Un invierno llega a un paisaje y todo puede cambiar. Y la esfera se cierra, como una onda de agua fría, deslumbrante, que se curva sobre sí misma y se mantiene así, aferrando sus átomos.
Que se eleven las aguas en el aire inmóvil. Que suceda lo que ha sido deseado una y otra vez, pagado con sangre prematura en el confín del mundo... con la entrega del cuerpo sobre la palma abierta de la vasta mano del mar... con el tiempo pacientemente escrito sobre la carne, en la inmovilidad y la ignorancia de una celda que era amada.
Ángel Sobreviela
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