Pienso en los años que levantaban una esquina
del velo que cubría la fealdad de este mundo.
En el lienzo esbozado tan sólo, y engañoso,
y en el confiado y largo día que no pudieron arrebatarnos.
Nuestros humildes goces me llueven aún en la memoria.
Todas las risas que hicieron temblar tus paredes.
Pero un ruiseñor fue a morir sobre tu pecho,
y con él murió la estación y cayó el último velo:
el mundo estaba allí, carbonizado escenario.
Yo llegué a lo alto de una colina, con mi abrigo negro,
y de mí surgió un viento que arrastró las cenizas;
con el poder que otorga el espectro de lo humilde,
el de la muerta lágrima o el del último ruiseñor.
Líneas de un inarticulado drama,
y gestos fantasmales, y otros aún no encarnados,
cruzaban la desierta escena.
Había que aprender el dolor de las réplicas y contrarréplicas,
había que saltar a la escena más pronto o más tarde.
Y un soplo de ceniza que fue verso
se arremolinó en el vacío sobre las tablas.
Ángel Sobreviela
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