martes, 6 de octubre de 2009

BARCELONA







Salí de la habitación del hotel pensando que en cualquier momento me caería muerto. Pero qué bonita estaba Barcelona. Y yo no tenía nada que hacer en toda la mañana. Sólo los pobres, los emigrantes, los vagabundos, los fantasmas, los viudos, y yo, no tenemos absolutamente nada que hacer. Es un paro perpetuo. Pero la vida es un paro perpetuo. Y comencé a dar vueltas por las calles como una bestia enamorada del aire. Del aire y del espíritu de las cosas, de la pereza y de la luz que alumbra este mundo y entra en mis ojos. Me tomé un café con leche y un bollo, y había una chica a mi lado que enseñaba la pierna casi hasta la nalga. Luego paseé por las Ramblas. Llevaba sus piernas en la cabeza. Qué llevan las malas bestias en la cabeza, sino oscuros cofres con mísera ceniza humana.
Miraba tiendas. Tiendas con relojes antiguos, de segunda mano, pero muy caros. Tiendas de discos de vinilo. Viejos discos que yo recordaba perfectamente. Y todo cuanto veía era falso. Portadas de álbumes de los setenta. Un disco de Joe Cocker, que me trajo el pasado y me lo puso delante de los ojos. La falsedad bailaba en mi cabeza, esa cabeza mía tan enferma, tan necesitada de drogas, y tan víctima de las drogas, ese enorme dolor de cabeza que acaba en sufrimiento, en dolor grande y vencedor. Dolor que hace de mí una víctima, que me reduce a esclavo, a remolinos sofocantes de fracasos enracimados, abrazados. Como si llevase encima la nada de las cosas, la soledad de todas mis arterias y de todos mis malos nervios. La ciudad entera ha muerto ya, o más bien nunca estuvo viva. Todas las ciudades son una broma de Dios. Una broma de suciedad y viento. Sucias estaban las calles, y sucias estaban mis manos. Entré en el lavabo para lavarme las manos con ese jabón barato y pegajoso de los bares y allí un negro me clavó un cuchillo en la garganta. Me senté a desangrarme, y noté humedad en el culo. Me había sentado en un charco. Y seguía sangrando. Pero aún quise salir a la calle otra vez. Pero me dolía tanto el cuello y el negro no hacía más que reír, monstruosamente. Era mi ángel de la guarda aquel enorme negro de casi dos metros de altura. Me acarició el pelo y no dejó que entrase nadie en el lavabo. “Es bonita Barcelona”, dijo. Y añadió “unos antepasados tuyos, ya sabes que yo lo sé todo, eran de aquí, vivían en la calle del Hospital, en un cuarto piso, hace ciento cincuenta años, vivían mal y pasaban hambre, les gustaba el mar, ir al mar los domingos, pero se murieron y luego tiraron la casa, ya veo que sigues sangrando mucho”. Fue a buscar una croqueta a la barra y luego vino otra vez. Tenía hambre, dijo. Y se comió la croqueta con mucho gusto.



Manuel Vilas






2 comentarios:

Doberka dijo...

Fantástico, nadie sabe espresar en sus poemas un "yo" tan humano, urbano, y extrordinariamente poético como, Manuel Vilas, Fernando.

Besos

Doberka dijo...

Vale, sustituir la "s" por una "x" en "expresar", no sé en qué estaría pensando yo, Fernando.

Más besos