Caen las hojas de la enredadera
tras la primera helada del otoño.
Junto a la puerta de metal
van formando un tapiz, discreto
en su muda presencia, que ignoramos
al pisarlo cada mañana
en nuestra presurosa huida del hogar.
Con mecánico empeño, el sol licua la escarcha
sobre su faz sin savia y las disuelve
en un proceso gradual y oscuro
a nuestros ojos, al que contribuimos
en el hambriento retorno del mediodía.
Muy poco nos importan estos cambios
a nuestro alrededor; menos aún
indagar su sentido:
llenos de aplomo y permanencia,
nos limitamos a limpiar las suelas
en la esterilla, antes de ingresar
en el fértil cobijo de la casa.
Miguel Carcasona
miércoles, 8 de febrero de 2012
LA ENREDADERA
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