“Y cada piedra que pisábamos ensangrentada por el crepúsculo”
CHARLES SIMIC
Durante meses, antes de emprender
viaje a la concurrida península helénica
estudié, en manoseados libros
de historia y de mitología,
todo lo necesario para no malgastar
el tiempo regulado que negocian
en cada itinerario
avispados operadores
de tours organizados, de tal suerte
que cuando divisé el contorno del Cabo
reconocí el lugar, el rigor de sus formas
y sus secretas leyes,
como si ya lo hubiera visitado otras veces.
Sentí el fulgor cegante del verano,
la súbita resurrección
de los sentidos en mi propio ser,
no en las palabras de otros.
La imagen quieta de la realidad,
como una araña entretejiendo
su mortífera obra, se convirtió
en algo vivo en mi pensamiento.
Contemplé, como si en la luz quedaran
suspendidas, las formas celestiales
de las columnas que hacia el distintivo
estival ascendían desde una cota opuesta
al estilóbato, vi cómo ceniza y sombras
se internaban, arriadas sus velas, en un mar
dócil, amansado, cárdeno, sólo mío.
Por un momento el mundo se detuvo.
Mi obsesiva imprudencia me inclinó
a suponer que nada de aquel instante
cambiarían los años, ni siquiera
las toscas lápidas, ensangrentadas
por el crepúsculo, que días
después menospreciaba.
Pero cuando contra mi piel
repercutía el canto de los pájaros
y se ahormaba contra el fuste
quebrado de pilastras confinadas
en un drenaje casi sumergido
la espuma de las olas,
me supe un dios caído a quien pronto abandonaría
la juventud que entonces disfrutaba.
Ahora, satisfecha la deuda contraída
con mi otro yo, una foto en blanco y negro
que decora los últimos peldaños
de la escalera de la nueva casa,
preserva del olvido
una subordinada y redundante
sensación de melancolía,
tan similar a la de quien observa
en la vitrina una distribución
de extravagantes lepidócteros
que temo, muchas veces, confundirme.
Carlos Alcorta