Expulsados con saña de
alamedas
públicas y de
prominentes
miradores urbanos por un
sofisticado
artefacto que emite machacones
graznidos
desenfrenados e
intimidatorios,
pájaros hostigados
atrozmente,
inquietos estorninos se
acomodan
en un poblado y tenso
cable eléctrico
que corre paralelo a la
costa vecina.
Con cautela me observan
cuando palmo
a palmo, pero
familiarizado
ya con el escenario, me
aproximo
al precipicio con el
objetivo
inicial de avistar olas batiéndose
contra los farallones
que fielmente
reconstruyen el cuerpo
arrinconado
de un pesado mamífero.
Esa es la realidad,
aunque se sientan
ahora vigilados y
traicione el temor
el noble instinto de la
especie. Da
la impresión de que
pueden asociar
ciertas ideas, y ese es
el motivo
de que cuando presienten
cerca seres
humanos, los confundan
con malintencionados
depredadores y les ponga
en fuga
un pánico precipitado,
igual
que un exconvicto huye
de los lugares
que frecuentan agentes
policiales.
Quietas están mis manos,
y mis ojos
no se detienen en su
algarabía
innecesaria, tratan tan
sólo de entender
lo inentendible para
describirlo
más tarde: lo que oculta
al otro lado
ese horizonte abovedado,
si es verdad o no que en
la lejanía
una luz espectral marca
la cinta gris
que separa el presente
del futuro.
¿De qué les sirve entonces
levantar
violentamente el vuelo,
agitando sus alas
en el aire enlutado que
se extiende
ante mí, si esa imperceptible
red
que trenza la sospecha,
la molicie
que disimula su
peregrinaje
infinito acobarda y
zarandea,
como a un enjambre de hojas
resecas la amaestrada polvareda,
a la bandada precavida
y en la naturaleza ya no
pueden
reconocer la alianza con
el cielo,
el paraíso en que se
reinventaban
las formas regulares de
la calma,
de su lejano origen?
Carlos Alcorta
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