En la caricia a
mares que al fin intercambiamos, tras un siglo de espera en viaje alucinado,
palpita el sino de los viejos ciervos. Tan vieja tú como yo, tan bosque como
fuimos. En el beso que rompe el aislamiento todo lo inevitable trepa por las
gargantas y vuelve a ser paisaje. La verdad se humedece, concreta su
apariencia. Y en la primera palabra que nace huelga el día sus pies, la suerte
recogida. La suerte en la que quema la primera caricia.
Cuando nos respiramos, en cada
inhalación -un domingo de ramos atroz de madrugada, una siesta agitada bajo
encinas de plástico, al pensar en huir de las obligaciones-, creamos y
blandimos nuestro planeta único; nuestro desde sus átomos, nuestro hasta quedar
sólo en pie la médula, su mármol y mañana, en cada exhalación.
Ramiro Gairín
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