Al asentarse el polvo del día
ya no somos los mismos
que alumbrara el sol del alba.
Hemos muerto una medida
y sin saberlo, hemos jugado
sobreviviendo, el juego de la vida.
Lo sabe el arce,
lo callan las estrellas.
Va en el viento,
en el alma tersa del humo,
boga en el padre río,
repta en la madre natural.
Nada nacido de vientre o
capullo, semilla, nido,
permanecerá intacto
bajo la mirada celestial.
Todo muere un día
al volverse ceniza su tiempo,
y soplar el viento su polvo
para que beba el lagar del olvido,
las huellas de quien
ya no está.
Quizás nuestra naturaleza sea una,
o múltiple, diversa;
al mismo tiempo que nos alejamos
nos acercamos,
y desde el mismo nacimiento ya
empezamos nuestro calvario.
Un leve parpadeo,
un reflejo de soles lejanos,
ilumina apenas
el pálido argumento
que esgrime la razón.
Y si nada permanece incólume
si todo es mutación
tal vez sea nuestra esencia
no ser, sino desaparecer
con la rapidez o lentitud
que conlleve cada vida.
¿ Y al final, qué queda ?
Nombres,
agotándose como ecos,
frágiles memorias
o tal vez, nada.
Ni antes ni después
queda algo
de todo eso que fue.
Y volverá el amor
a engendrar
en los vientres fecundos:
nacerán niños y bestias
enhebrados por el mismo afán
de vivir, y el mismo sino
de morirse un día.
Llenarán los campos de cantos,
retozarán en los arroyos,
hollarán la tierra con sus actos
y luego, desaparecerán.
Sueño con ver un día
el sentido
hoy a mis ojos prohibido
de nacer, morir
o de estar vivo.
Para no aferrarme en vano
al instinto, al afán irracional;
dormir, como quien ensaya
su muerte, su fatalidad
y despertar
sin saber un atisbo
de la finalidad.
Luis María Lettieri
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