El viejo árbol entreabrió sus ramas,
cobijarla quería,
que la paz encontrase su belleza.
Pero ella, soberbia,
rayos de sol pedía.
Con el tiempo, al pasar...
Su piel de suaves pétalos ardía
cuando las ramas urgida inquiría,
pero el árbol, cansado de sus hojas,
desnudo quedaría.
Sabio en su bosque, su vivir fluía.
Con la Luna y la noche,
no quedó belleza en aquella flor,
mientras el árbol se fortalecía.
Dulzura en él brotó
y como el más preciado tesoro,
a la flor su savia regalaría,
trocando en arrugas sus llagas
pero su gran belleza
en una sonrisa transformaría.
Isabel G. Jiménez
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