Un camión cargado
de güisqui Glenffidich
nos adelanta por la derecha
en una carretera
atestada de ciervos
y de vacas con flequillo.
Suena el himno de Escocia
en la furgoneta.
Algunos dormitan,
otros miran por la ventanilla
y limpian con la manga del jersey
el vaho adherido a los cristales.
Algunos mosquitos enanos
se han pegado a su trampa
de alientos cálidos
y de gargantas heladas.
Un caza americano F-16
sobrevuela el lago
como un moscardón insolente.
Dicen que aquí repostan
para ir al Líbano
a seguir con sus asuntos.
Una niña ríe y no me molesta.
Es una novedad estar en paz
con este cuerpo que me envuelve.
Algo me sonríe entre las tripas
y me conecta a la moqueta verde
de antiguos glaciares,
a la turba que destila cascadas
de cerveza negra
y que calentará el hogar
en el invierno.
Algo me tira del centro del ombligo
y me obliga a expandirme
entre valles infinitos,
entre piedras tan viejas
como el mismo Dios.
Quizás vine a buscarle a Él
a estos parajes
donde los hombres
son más hombres
si llevan falda,
donde la tierra se cultiva
con un mimo antiguo,
donde el clan familiar
da el cobijo necesario
a los hijos que vienen.
Quién sabe si,
después de todo,
Dios no es sino
ver pastar a los ciervos
entre una fina lluvia de alfileres,
la soledad de las islas
entre el viento del norte
llamando a la ventana,
la manta de cuadros
que abriga tus tristezas,
la cerveza cremosa
en buena compañía,
las risas de los tuyos
y el corazón en calma.
Sonia San Román
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