El dolor nunca camina solo.
Su sombra pesa como el instinto
último del sol y sus ojos
hieren cual iris de un horizonte
aún no registrado en las pupilas.
El dolor se pronuncia en los amaneceres
cuando el rojo engrana las articulaciones
de las nubes
e inyecta elipses impronunciables
por las grietas del silencio.
El dolor respira más allá de la mirada,
desde dentro prende fuego
a todo cuanto me mide, a la altura
de mi beso, al borrador del cuerpo, al barranco
por donde los labios vadean
locuras precipitadas y mis manos
autografían pedazos de piel, a todo
cuanto me anochece y me desbroza.
Y así quedo dolorida, acostada
sobre el relámpago recién abierto
con gotitas de celofán entre los brazos.
Marian Raméntol Serratosa
1 comentario:
Bello poema. Describes muy bien el dolor
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