Frente a las charlas siniestras
de las salas de espera siempre
levanto un libro como una muralla.
Pero hoy de repente el olor del acero
la intuición de lo frío y punzante.
La certeza de lo inútil en perseguir
la enfermedad, que conoce todos
los recovecos donde esconderse.
La anciana a mi lado ha roto a llorar.
“No llore, mujer”, le digo,”¿qué le pasa?”
“Nada”, contesta ella, encogiéndose.
Y se queda sin saber cuánto le agradezco
que calle y no me cuente nada.
Porque no llevo kleenex en el bolso
y estoy tan cansada que la enfermedad
me parece una tregua deseable.
Así morimos, así nos matan.
Ana Pérez Cañamares
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