¿Te acuerdas cuando
eras pequeño y te mordía
los brazos esos rechonchos que tenías?
Ibas siempre marcado de mordiscos
y mamá me echaba la bronca.
¿Te acuerdas cuando
había mil formas de irse a dormir?
En saco, en tren,
sobre los hombros, a rastras…
pero siempre con el lema de «agua, pis y a la cama».
¿Te acuerdas cuando
tú querías ser bombero
y yo arquitecto?
Cambié los Lego
por las teclas de una Underwood
y tú los cambiaste
por pinceles y un black book.
¿Te acuerdas cuando
el úrbega nos salvaba las partidas
y nos volvíamos locos por robarle
al tá-tara-tá-ta
los huevos de dragón?
Cuando recorríamos la Gran Muralla china,
a toda pastilla sobre un tigre,
o la ruta 66 sobre una chopper,
sin levantar el dedo del cuadrado.
¿Te acuerdas cuando
te abriste la barbilla
con aquella bici sin frenos?
De los dos tú eras el pupas
y siempre te caían todas las broncas, macho.
Y los regalos de los reyes
no descreyendo en Papá Noel,
y los fines de semana
en las mismas playas de Castelldefels,
y luego helado en la Jijonenca
(nunca eran iguales que las copas de la carta).
¿Te acuerdas de los cromos de Pokemon
y los tazos gordos de los Digimon?
De la tertulia nocturna
de los vecinos de Pliego
y las siestas obligadas en Baeza.
¿Te acuerdas de los carnavales
en San Andreu?
Tú de demonio y yo de cowboy,
yo de príncipe persa y tú de príncipe azul.
De las normas del carnastoltas
y los premios del cagatió.
Del sitio secreto
(que para nada fue secreto),
de hacernos tiritas
con los tallos abiertos
de los dientes de león.
De las películas Disney
en casa de los abuelos de Madrid
y el olor por la mañana
de la leche con galletas
(los trozos todavía crujientes, los mejores).
Del frenazo de camión,
y del dinero que le sacabas
a la ‘cabina del teléfono’.
De ponerles caras a los otros conductores
hasta que el del coche rojo se cabreó de verdad.
De la sonámbula
que echaste en el pasillo.
Del olor a mudanza
y a tarima flotante
y de fondo los Red Hot Chili Peppers,
o Nirvana, o Linkin Park.
De tu melena quinceañera
y el abuelo y su «¡ha te pelah!»,
de tus graffiti y mis pelis de terror,
de los veranos por el Camino de la Estación
y la mansión abandonada de 1902.
De tu edad del pavo, en fin,
y la mía
(que llegó más tarde).
De papá y sus purés de patata de emergencia,
y sus «¿comemos en el chino?»,
y sus ídolos
(el general Custer y… ¡Cyrano de Bergerac!)
Y del hiunday cupé de mamá
y de lo manitas que es la jodía para todo.
Y quién diría que terminaríamos
en la ciudad en la que parábamos
sólo de paso
en los viajes de verano
para darles pan duro
a las palomas del Pilar.
Y quién nos diría
que la vida iba en serio
(como dijo el fiera de Gil de Biedma).
Y quién diría
que terminaríamos siendo los hombres
que somos hoy,
que seremos mañana.
Y quién me hubiera dicho
que para esto, todo esto,
que ha sido nuestra infancia y adolescencia,
contaría con el mejor hermano
que jamás hubiera podido imaginar.
Te quiero, Rubén.
Julio del Pino
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