Una ola de fuego persigue al latido superviviente de mi corazón, continúa en mí, protegido por la luz de la luna.
Dicen que la noche está en llamas, dirigiendo los ojos de los dioses hacia una civilización fantasma. Al menos yo no estoy. Regresé a la tribu de los orígenes, a sembrar semillas de huída y soledad. Como me enseñó la permanencia de aquellas horas atravesadas en mi garganta: el tiempo es una trampa.
Perderé las espinas de mis tobillos. Lo sé. Cruzaré el río, la corriente revivirá los muertos de mi sangre. Sentiré el líquido vacío mientras nado o me dejo llevar hacia rocas y cascadas impredecibles.
Algún humano volador (los evolucionados) me acechará desde el cielo. Presa fácil de tierra o agua dulce. Llevadme al nido de las alturas máximas, donde nadie pueda intuirme, ni siquiera la inteligencia del sol omnipresente.
Y la voz, creación destruida, camina ciega por senderos indefinidos. La tristeza, celeste e intensa como un amor que nace, habita en los átomos de la primavera terrestre.
No hay certeza en las pérdidas, se calzan con una sucesión de interrogantes. Y avanzan como hormigas en la piel de las personas.
Anhelo de constitución. Ya danza la red de la otredad entre las amapolas.
Laura Villanueva
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