Este poemita, escrito a los 13 años en las últimas páginas de la libreta escolar de naturales, me ha reconciliado con el niño endeble que en la noche de su primer octavo (repetí curso) lo escribía.
Entonces como ahora, por un lado crecía yo y por el otro, el mundo. Nunca tuve un desarrollo sincrónico.
No, no me enorgullezco. A mi modo, sufrí mucho en aquellos años. También amé. También soñé. Los apellidos del sufrimiento.
Qué cosas la vida. Han pasado los años y sólo conservo, de la infancia, los versos de Neruda (vacié en mis ojos sus obras completas), una maqueta ferroviaria que no podía usar, los besos de mis padres, la risa de mis yayos, la luz de Aragón, el sagrado nacimiento de mi hermana.
Eso y unos cuantos amigos de Aguilar del Alfambra. Y unas pocas noches en la fuente. Y otras tantas tardes en la plaza.
Y algunos poemas que escribió aquel niño que hacía tonterías públicas y en la soledad del cuarto, se desangraba.
No tiene valor, tampoco título pero aquella tarde en clase de ciencias naturales, mientras todos crecían acorde con sus cuerpos yo era un párvulo adolescente enganchado a Neruda, Lorca, Machado, Hernández, Vallejo como un lactante al pezón de las palabras.
Queda este poema, la huella del fui:
Lo que la mano apresa
cuando contemplo el mar
y su callar te nombra
es lo que forja al hombre
que escribe estas palabras
al filo de la amnesia
y te acallas.
Y también esa flor
que abre su ambrosía
al otoño del mundo,
mientras arde el recuerdo
como un buzón sin ti
al otro lado (o dentro)
de las huellas atlánticas.
Por donde huye el mal,
su sandalia irredenta
hacia ninguna parte:
la despatriada patria de las olas,
huye el hombre que escribe
en los ojos del niño
poemas para huir de la intemperie.
Ese hombre soy yo
porque no lo seré
(me atrapará la muerte)
y he de serlo ahora,
ahora en esta clase
ahora en esta clase
con guisantes de Mendel
y luces mortecinas.
Tengo 13 años
y escribo con temblores
porque contemplo el mar
cuando pienso la vida.
(Jueves, 20 de octubre de 1988)
Daniel Izquierdo
Daniel Izquierdo
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