«Celebraré a los hombres que trabajan, sueñan y se desesperan, y caminan torpemente hacia una muerte anónima y hacia el domingo,»
LÊDO IVO
La iglesia se alza temible y pretende alcanzar el cielo, sin atender al mismo cielo que le acompaña en cada piedra. El cielo se acerca cuando desnudo nada se interpone entre nuestros cuerpos y el aire que nos manifiesta, si acaso el sudor del trabajo, si acaso el pesar del cansancio. Por ello cuando la puerta no responde a su propósito: dejar entrar y recoger, dejar salir y compartir, será inútil moneda depositada y ruin.
En la iglesia pesan tanto las piedras del suelo que impiden elevarse hacia el cielo y en el silencio tras el esfuerzo, suenan murmullos, lamentos, secretos, suenan saludos, adioses, insultos, y la pregunta de un niño sobre el lugar de la muerte.
Puede que hagamos de este lugar memoria, puede que tengamos esperanza en la vida eterna del alma desdoblada, puede que reencarnemos en la memoria olvidada de otro, puede que leas estos versos pasados los años de mi muerte y al recorrer las calles de la ciudad
de Toro reconozcas un mismo río y arboleda, una iglesia de piedra en el vano afán de tocar el cielo.
Las arquitecturas no son la importancia, antes muchas otras fueron abandonadas a la ruina, ni las puertas antiguas a cuyo paso hay que depositar monedas. Es la herencia de nuestros antepasados que acarrearon las piedras, pintaron imágenes, pagaron diezmo o decidieron levantar iglesias altas, tan altas para acercarse a un cielo que estaba en otro lugar. Rastrea la huella del trabajo en la piedra hecha sillar: es el tosco andamio puesto para alcanzar la bóveda — hoy desaparecido — el único imprescindible para construirla y esa es la memoria que debemos.
Pablo Müller
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