Al final de una calle,
o
quizá al principio,
con
el platillo en el suelo
espera
el mendigo.
Le
echan monedas,
le
echan migajas,
y,
cerca de su mano,
el
cartón de vino.
Con
ojos vidriosos
vislumbra
figuras erguidas
que
pasan ausentes, indefinidas.
Dormita
un segundo,
se
siente tranquilo.
Las
voces, las máquinas,
sólo
son ruido.
Vive
en su otro mundo
ajeno
a su mundo,
donde
las carencias
forman
el orgullo
y
la miseria es su riqueza
y
la libertad su destino;
aunque
tenga que quitarse el frío
con
varios tragos de vino.
Mara Romero Torres
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