domingo, 22 de noviembre de 2009
III
Vi una niña que lloraba entre desconocidos
y una casa cerrada y una puerta;
vi un caldero y un almirez donde se golpeaban los restos
de más de un millón de cadáveres
y no hice como vosotros, no cambié de canal
ni emprendí una segunda guerra para reparar todos los males.
Bajo el cielo se perdía el agua bendita
y el humo del incienso quería ahogarme de nuevo dulcemente.
Vi también cómo se tornaba lluvia la sangre derramada
y el incensario se envolvía de llamas que entre las nubes
dejaban caer la ceniza y el azufre de los finales.
Acá viene la muerte
en un día gris de cielo oprimido.
Tuve a Juanita Jones entre mis brazos
y la mantuve alejada de todo mal y dolor, de toda vida.
Hice de Juanita Jones mi imagen y semejanza
de apenas unos quince años menos que yo
y la convertí en el oráculo de los hombres insaciables.
Les hablaba de ella y hacía que la conocieran
como si fuera una niña cualquiera entre las otras.
Juanita Jones aprendió sus nombres y sus gestos,
dibujó torpemente sus rostros
y me auguró un futuro de revelaciones
tan sólo comparable a la cantidad de cuentos que nos inventábamos juntas.
En los ojos de Juanita Jones
se guarda el tacto de los hombres insaciables
y los colores imposibles que buscó en las pinturas de cera
para hacer el mundo cuanto antes
tal y como lo soñó conmigo.
Pero debí de equivocarme
porque una mañana Juanita Jones fue mujer
y disparó a Jackie Wilson dos veces,
alojándole una de las balas para siempre en el costado
que sangró como mi corazón
cuando Juanita Jones abandonó el buen camino
y me dijo: No soy como tú.
Todos caeréis
como cayó Juanita Jones
y no habrá otra ocasión de arrepentirse
ni días quedarán para el remedio.
Almudena Vidorreta
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