A la ciudad de Cáceres
Me miras piedra a piedra
y se adolecen mis ojos ante
tanta heredad tuya.
Vivo en la savia de tus muros
y en el silencio casi humano
de tu pasado.
En estos instantes me salvas
de los naufragios del norte
porque eres el sosiego de mis
pies descalzos en toda intemperie.
Y en esta transición vuelves
a contemplarme
para reconocer mi frente bajo
el Arco de la Estrella
y me ves buscando refugio en
la nostalgia de tus calles.
Vivo una impaciencia que se
pega a mis ojos y a mi pecho
y siento esta primera mañana
de ti
que me habitas, que me vives
en cada puerta que abro
y son verdaderos los espacios
de tu muralla
donde aún se levanta la Torre
de la Hierba
y donde las victorias de los
descendientes del tiempo
respiran en tu albufera verde
y cristalina.
Los miro recuperándose de
todo el repliegue de los siglos…
Te confieso, Ceres, que los
lejanos soles ya no me dañan
ni siquiera las acequias
inhóspitas de la tristeza,
ni aquellos hondos círculos
de desencantos ocultos
que se han ido convirtiendo
en polvo, en otro tipo de raíces
donde crecen airosas leyendas.
Me gustaría pensar que eres
el olvido de mi epitafio,
el presente eterno del aire,
la piedra de mi médula.
Mientras tanto, busco en mí
la patria de tus colmenas,
de tus olivos y desciendo a
la Fuente del Concejo,
donde habitan los seis arcos
y donde bailan las sombras de
mis antepasados.
En este Septiembre me desnudo
ante ti, me quito hasta la piel,
para enseñarte todas mis
heridas
y las huellas que ha dejado
la noche en mi pecho.
Sé que aún te recorro, que
aún vuelo por tus calles,
que sueño madrugadas de
encinas
y tejados de agua que voltean
a las nubes incrédulas.
La muerte no me quita nada de
ti.
Aún soy la niña del norte que
continúa jugando a la vida.
ISABEL BLANCO OLLERO