De nuevo no me queda otra salida
que volver a agarrarme a tu recuerdo
para sobrevivir. Nunca has sabido
en cuántas ocasiones
acudí a refugiarme en tu fantasma.
Cada vez que la vida me enseñaba los dientes
—y mira que lo ha hecho con empeño—
vislumbraba tu boca en mi horizonte
sin que tú ni siquiera sospecharas
que me estabas salvando de morir.
Podía haber disuelto
mis penas en alcohol o en cocaína,
o regalar mi cuerpo
cuando era deseable
a otros cuerpos hambrientos.
Pero nunca lo hice, no sé cómo
aparecías siempre, inasequible,
a tiempo de sacarme del abismo,
a ofrecerme tu carne de utopía,
la humedad deliciosa de tus labios.
Y nos besábamos, vaya si nos besábamos,
me dormía contigo; de mañana
ya veía las cosas de otro modo,
ya podía enfrentarme
a todos los ejércitos.
Y fíjate qué cosa más curiosa
que nunca eché de menos
tu realidad tangible, tu presencia
en mi vida cotidiana,
solo quise quererte y te quería.
Y todavía hoy, que ya estás muerto,
otra vez sin saberlo,
sigues viniendo a mí cuando te llamo.
Ana Montojo
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