De aquel invierno
me quedó el miedo
al frío sin abrigo,
cicatrices de escarcha
en el pecho,
punzadas de ausencia
en la espalda,
marcas de grilletes invisibles
en las muñecas.
Drené
litros de sangre contaminada
con toxinas de amor eterno,
las lágrimas,
fluyendo descontroladas,
me deshidrataron las entrañas,
perdí peso a la misma velocidad
que las promesas
se ahogaban en los desagües,
como un torrente de agua
después de la rotura del dique
que la contiene.
De aquel invierno
me quedó la primavera
que le siguió,
con el sol descongelando la piel,
germinando la semilla
de un olvido que se hizo árbol
para cobijarme en su sombra,
quedó la tinta en papel,
el deseo galopando en las venas,
salvaje,
la libertad como camino
que trazar,
el insomnio ocasional,
la protección de la coraza,
impenetrable,
sobre los latidos,
los vuelos más allá de las nubes,
los quiero pero no me dejo,
las huidas de madrugada
cuando las caricias
sobrepasan la dermis.
Y,
de repente,
tú.
Arrasando, deshaciendo,
descolocando.
Colgado de mis alas,
revolviéndome.
Y yo,
con restos de invierno
y ansia de verano,
en una primavera
como nunca antes alterada.
María Guivernau
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