Y el pueblo comenzó a devorar
la luz de las palabras,
y de sus ojos voraces
quedaban restos de papel y tinta.
Eructaban versos prohibidos,
se volvían diabéticos con declaraciones de amor,
y dolía cada muerte como propia,
cada incendio en la carne,
cada silencio en su piel vacía.
Y la lectura los hizo vastamente conscientes
de su ridícula pequeñez.
–Deja el hormiguero, hija,
son gente muy triste.
Tomeu Ripoll Moyá
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