lunes, 20 de mayo de 2013

La última primera vez





Nos dijimos tantas veces adiós
que despedirnos
significaba reinventar un reencuentro.

Era un precipicio con vistas al mar, 
y yo me hice adicta a las alturas
desde que la contemplé precipitarse sobre mí
desde el punto más alto de un sueño.
Era una espalda magullada
que desprendía felicidad al desplegarse, 
quizá por eso me adherí a ella:
era ese punto exacto de felicidad
que tiene la tristeza
y que nunca se encuentra.

Pero, entonces, ella.

La última primera vez que la vi
estaba de espaldas
-cómo no, 
ella siempre por delante del mundo-, 
y me tembló cada huella.
Se giró 
y con ella mis palabras, 
y nos abrazamos, 
como se abraza un niño al peluche
que le salva cada noche de las pesadillas,
como se abraza un cuerpo llovido y frío
a otro que le espera lleno de mantas, 
como se abraza al futuro quien ha perdido demasiado
a cambio de un poco, 
como se abrazan dos almas cansadas
que solo necesitan que sus huesos choquen.

Estaba tan guapa, 
tan guapa como la primera vez,
tan guapa como los finales tristes
que terminan con un beso, 
como esas tormentas que te ahogan
si no te mojan, 
tan guapa 
como esas mujeres que
-por fortuna o por desgracia- 
son para toda la vida.

Sueño tanto con ella
que verla es como seguir dormida.

Ella caminaba
y decía que los ayeres
nunca podrían convertirse en mañanas;
que cuando el reloj se rompe
de nada sirve darle cuerda;
que hay flores que duran un verano
porque la vida es así, 
y de nada vale ahogarles en agua
si ya es invierno.

Yo la escuchaba
como se escuchan algunas canciones:
leyéndola.
Verbalizaba todos mis motivos
en cada sorbo de café
-a veces se ausentaba
y era entonces 
cuando yo le deslizaba mis razones
sobre la mesa-.
Fue uno de esos momentos
en los que las palabras sobran.
Me explico:
cuando sabes el final de una película
y aún así vuelves a verla, 
es cuando te fijas en los detalles que guarda.
Y yo solo quería mirarla, 
una última primera vez más.
Porque, 
pese a todo,
sonreía.

Sonreía taladrando mi mirada
con sus ojos tristes.

Y así hasta su adiós me parecía bonito.


Después, 
devoramos cada migaja que dejamos
para no poder encontrar
el camino de vuelta a nosotras.
Pero, en medio del banquete,
le acaricié el pelo
y fue como tocar una nube:
nos caló los huesos.

La vi lloverse por dentro,
deshacerse hundida en mi hombro, 
alcanzar mis latidos, 
abandonar por un momento el camino
mirando mis ojos mirando su boca, 
suplicarme que (no) la dejara ir, 
respirarme el cuello
para coger aire, 
estrecharme
como si aferrándonos así
pudiéramos salvarnos, 
rendirse
de rodillas
ante todos los amores que no pueden ser
y sacrificarse
durante un instante
por ellos.

Estaba más bonita, más desnuda y más lluvia que nunca.

Cómo no iba a besarla.
Cómo no iba a deshacerme de todos los salvavidas
en su boca de agua
una última primera vez.

Al abrir los ojos
vislumbré su espalda vestida sin mis manos
-como la primera vez-
alejándose de otra vida,
zigzagueando entre su presente y mi futuro, 
recogiendo flores arrancadas
para recordarse que no podríamos
volver a querernos, 
con nuestra saliva aun latiendo en el corazón
y el silencio gritando 
en su boca ya cerrada.

Hay cosas que no pueden terminarse
porque nunca han comenzado.


Elvira Sastre Sanz





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