Crecía un tamarindo
junto a la tumba del cantor virtuoso
y no probé sus frutos.
En aquella ciudad que descubrí
a través de mis miedos,
huía de mí misma, de las celdas
y el doble filo de la expectación.
Subí hasta el fuerte, prolongué las horas.
Ciudad-musculatura de caballo,
ciudad-nervio animal a mediodía
que simultaneaba sus acciones:
en la fatiga de los rickshaw wallahs
pedaleando con el viento en contra,
en los porteadores de costales de cúrcuma,
a través del joyero que un domingo
disecciona onix rojo.
Verónica Aranda
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