Mi Amado, los peces estivales se retiran, se van a las cuevas y a las fosas, con un espolón sobre su frente. Entre las algas se pierden sus omóplatos, y resbalan por el mar, como luceros.
Hay plantas junto a mí que me acreditan, y en la contemplación de la extensión azul del aire, voy con la marea que asciende hasta la volubilidad del cielo.
Arde el agua y en la tierra se oye un grito. La sacerdotisa sangra, y al sangrar, mantiene el fuego que la adora, y alimenta la pira donde será sacrificada.
Hay posos de alquitrán en las antorchas, vestigios lunáticos que acceden al interior del templo, y ante la Dama palpitan su blancura.
Como árboles nacidos en la clandestinidad, se dibujan las nubes que arraigan en la misma lluvia, y que al llover mueren del amor que las preñó de agua.
En los estanques se derrama el verbo, el mismo que fue derrotado por el mal, que se levantó y levantó la piedra que guardaba su vigilia.
Teresa Domingo Català