Salimos del pub
a eso de las siete de la mañana del viernes
doblegados, confusos,
visiblemente afectados.
Nos habíamos tirado,
caí de pronto en la cuenta,
prácticamente toda la noche
sin mirarnos a los ojos.
Hacía tiempo que no salíamos juntos:
yo solía regresar de aquella manera
del trasnoche de turno
y tú ya estabas en la cama dormida
o haciéndote la dormida,
acogiéndome calurosa
o ignorándome por completo.
Yo así tu mano desangelada
y te arrastré hacia mi buhardilla.
Sólo estábamos a cinco minutos
(ya sabes que precisamente por eso
tipos como yo eligen vivir en el centro:
para estar a no más de cinco minutos
de lo poco interesante que ofrece la ciudad).
Tú,
a los pocos metros,
te detuviste en seco,
casi mordemos la acera,
y soltaste mi mano.
Tenías la mirada ida
y triste…, muy triste.
Quizá aquélla fue la mirada más triste que te vi nunca.
Señalaste la parada de taxis
y me dijiste que querías ir a casa de tus padres.
Yo no pregunté nada,
simplemente me metí las manos en los bolsillos
y te acompañé,
y cuando al fin me miraste a los ojos
tras el cristal que te alejaba
supe que tu decisión era la adecuada.
Permanecí un rato allí ensimismado,
compendiando las escenas más significativas
de nuestra efímera relación.
Le eché un vistazo a la cartelera del cine Alameda
y no me quedé con ninguna película:
sólo seguía viendo tus ojos
tras el cristal del taxi.
Me puse al fin en marcha,
y antes de subir a casa
hice escala en el bar de abajo
para tomarme un par de aguardientes
junto a una somnolienta representación
de población activa que untaba legañas
y ansias de prejubilación en pan tostado sin amor.
El diario hablado de las ocho
informó de la muerte de Ray Charles.
No fue la única pérdida de aquella mañana.
Emilio Losada