El viajero lustra con una servilleta
los mugrientos cristales de sus gafas de sol
y el barman le pasa el paño a una copa
cuando ella irrumpe de repente
–medias de rejilla,
top ajustado a ras de ombligo,
labios bermellón…–,
sonríe a los presentes, saca unas monedas del bolso
y tararea À quoi ça sert l’amour?
mientras el tacón de su zapato izquierdo
aguarda impaciente a que la máquina
escupa el tabaco negro,
tras lo cual se larga sin más
con la misma indiferencia
con la que apareció hace tan sólo un minuto.
Ella ha entrado quizá para no volver jamás
donde es muy posible que el viajero
tampoco se vuelva a dejar caer nunca.
Y aquí no ha pasado nada: viajero y barman
siguen a lo suyo perfectamente conscientes
de que lo que tienen entre manos
es lo único en sus vidas
a lo que aún son capaces de sacar brillo.
Emilio Losada
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