A Noemí, por nombrarme en voz alta.
compartir con manos extrañas un trozo de metal;
memorizar los zapatos de todos los viajeros;
conversar sobre dios con una máquina expendedora;
usar la ventanilla como espejo de tocador;
leer al revés los rótulos de las prohibiciones
(fumar, pulsar el botón en marcha, bajar a las vías, gritar);
medir el tiempo en estaciones y paradas;
intentar adivinar el título de la novela que ella lee;
morir de amor cuando ella aparta un mechón de su rostro;
no volver a consultar el teléfono hasta que… ¿a ver?;
desear con todas tus fuerzas que se vaya la luz;
desear con todas tus fuerzas que nunca se vaya la luz;
comprobar que la cartera aún descansa en tu bolsillo;
intentar mantener el equilibrio sin agarrarte;
salvar el mundo recitando los Justos de Borges;
buscar sobresaltos en la oscuridad del túnel;
imaginar un battle royale entre todos los pasajeros;
reconocer una cara, acercarte, hablarle, saberte equivocado;
abandonarte a la sucia nostalgia de haberla perdido;
pasarte de tu parada con empeño y convicción;
desesperarte al comprobar, en los carteles y los planos,
que ninguna estación se llama Ítaca.
David Yeste
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