La poética de convertirlo todo en una dedicatoria
y encontrar las razones más nobles para justificar
un nombre en sus últimas páginas. O encontrar
la nobleza en el mismo nombre, deletrearlo
como un hechizo y encontrar su razón en que
simplemente exista. Como si fuera un broche
de oro, leerlo allí donde le dé pleno sentido
a un conjunto de otra forma informe. La
necesaria unión de las palabras y las cosas
como en una especie de lenguaje originario
antes mucho antes de la caída. Por eso,
Dami, tu inclusión en el final es el
principio, eco sin más de versos más
nobles –lo reconozco– como si se tratara
de una metáfora digna de otros poemas
pero no de mejores causas. El que hayas
leído con esa confianza ciega que uno
le tiene a los realistas del siglo antepasado
y le hayas doblado la mano a esos camioneros
de cuello y corbata que no podían comprender
tu acento porque no querían comprender tu
acento y el que duermas semidesnuda
para recordar el calor del que provienes
y anotar en la lista del haber las visitas
a tus parientes en la veintisiete calle
donde se hace salud con un humor
además de negro, involuntario
en nombre de aquellos que están
ausentes de la mesa pero cuya foto
sin embargo la preside: por haber
visto cabalgar sobre sus tanques
a aquellos que hoy en día
cabalgan sobre silla de ruedas.
Nos emperifollamos con orgullo
de overol en lugar de anteponer
el disfraz al uniforme. Volantes
de quite y sacrificio, la suma
de los árboles no alcanza para
que le digan: bosque. En el
patio del colegio de los curas
(la única razón por la cual no
podemos dedicarles este libro)
ninguno de ellos tenía un nombre
como el tuyo: bíblico, cubano, y real.
Deja que sean las abejas las que traigan
la miel hasta tu boca. El hombre que cubre
sus manos y su cara no es capaz de confiar
en ellas y escribe sobre la pantalla de su computador
con tinta y pluma de ganso.
Cristián Gómez