La insoportable avaricia estival de los insectos
ha contagiado a mi mujer. Suele pasearse por la pieza
exhibiendo con desdén un portaligas, relamiéndose
en la erección de sus pezones. Apenas si puedo estudiar.
Las niñas juegan arriba, en el comedor, donde la abuela
las reprende porque no la dejan escuchar su teleserie.
Los pájaros siguen con su habitual estruendo dentro de
la jaula y el calor le sirve de excusa a Damaris para quitarse
además las medias como última prenda. Cierro un libro
que habla sobre la peste negra que asolara Europa durante
el medioevo, en el cual se detallan algunos de los tratamientos
a que eran sometidos los pacientes, en cuanto se les detectaba la
enfermedad: aislamiento, amputaciones, sangramientos que
solían llevarlos a la muerte de manera mucho más rápida e
involuntaria. Aquellos que lograban sobrevivir durante más
de una semana, solían ser abandonados a su propia suerte en
medio del campo, con la absoluta prohibición de acercarse a las
ciudades. Se les veía vagar como encarnaciones de la muerte,
pidiendo cualquier cosa para comer, los ojos salidos de sus córneas
producto de la fiebre y la desnutrición, acosados asimismo por el
verano, insaciable como la avaricia de los insectos
que pululan entre las llagas de sus heridas.
Cristián Gómez
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