Adiós, viejo imposible deseo:
ya no quiero ser poeta.
Ahora dedicaré
los sudores de mi alma
al noble oficio
de comedor de amaneceres.
Seré mi propio espectador;
me convertiré en sacerdote
de los Adoradores del Ego.
Escalaré madrugadas para,
desde la cima,
poder ver lo que nadie
nunca antes ha visto:
como se deshojan, marchitas
las flores, del mal
y del bien.
Y cuando cansado
me llegue el olvido
entonces sí
cantaré la misteriosa canción
de la nada.
Miguel Fernández de Córdoba
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