Un hombre muerto es sólo y
nada menos
un
hombre muerto. No te aflijas
por
él, ni lo adolezcas.
Un
hombre muerto es cada cual, mi padre
cerrado
en su crepúsculo, Domingo
Eguren,
salitrero de Calama,
levadura
de fierros polvorientos;
es
una momia al Noroeste, un indio
chachapoya
guardado como breva
reseca
en su puchero de cerámica.
Un
hombre muerto sirve para todo.
Para
colgarlo boca abajo
dejando
ver sus calcetines grises
fuera
de la pernera de tergal.
Para
ungirlo de óleo o vestirlo con hábitos
de
bufón palatino.
Sirve
para entorchar
sus
paramentos y tocar con astas
sus
sienes de caudillo, para ponerle cuentas
de
un rosario de jade en las falanges,
escupir
en sus órbitas, horadarle la tibia
y
silbar, siempre a espaldas de sus deudos,
algún
compás de Dead Man’s Blues.
Sirve
incluso
para
llorarlo con sinceridad.
Después
él vencerá, tenlo muy claro.
Un
hombre muerto es pan para las moscas,
grano
de cereal, onza de bien.
No
se corroe; depura. No se evade; alimenta.
Bajo
la tierra ríe como un dios.
Con
la confianza que nos falta, ríe
en
la seguridad de ser indiferente.
No
te aflijas por él, no lo adolezcas.
Es
peñasco, dureza, costra hundida,
moneda
vieja en saco de estameña.
Sidéreo
cascajo, mandíbula desierta.
Un
hombre muerto es esto, y nada menos.
Nos
sobrevivirá, pierde las dudas.
Rafael Fombellida