sábado, 26 de enero de 2013

BLUES DEL HOMBRE MUERTO





           Un hombre muerto es sólo y nada menos
un hombre muerto. No te aflijas
por él, ni lo adolezcas.
Un hombre muerto es cada cual, mi padre
cerrado en su crepúsculo, Domingo
Eguren, salitrero de Calama,
levadura de fierros polvorientos;
es una momia al Noroeste, un indio
chachapoya guardado como breva
reseca en su puchero de cerámica.
Un hombre muerto sirve para todo.
Para colgarlo boca abajo
dejando ver sus calcetines grises
fuera de la pernera de tergal.
Para ungirlo de óleo o vestirlo con hábitos
de bufón palatino.
Sirve para entorchar
sus paramentos y tocar con astas
sus sienes de caudillo, para ponerle cuentas
de un rosario de jade en las falanges,
escupir en sus órbitas, horadarle la tibia
y silbar, siempre a espaldas de sus deudos,
algún compás de Dead Man’s Blues.
Sirve incluso
para llorarlo con sinceridad.
Después él vencerá, tenlo muy claro.
Un hombre muerto es pan para las moscas,
grano de cereal, onza de bien.
No se corroe; depura. No se evade; alimenta.
Bajo la tierra ríe como un dios.
Con la confianza que nos falta, ríe
en la seguridad de ser indiferente.
No te aflijas por él, no lo adolezcas.
Es peñasco, dureza, costra hundida,
moneda vieja en saco de estameña.
Sidéreo cascajo, mandíbula desierta.
Un hombre muerto es esto, y nada menos.
Nos sobrevivirá, pierde las dudas.



Rafael Fombellida

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