Moriré
a media tarde. Cuando toda
la
lógica del mundo se mude en metafísica
y
los carros de niebla preparen su atavío.
Moriré
cuando nadie esté conmigo.
Unos
pocos vehículos, detrás de la cortina,
como
peces silentes harán comba
lo
mismo que la aguja de un pick-up
sobre
el mojado asfalto. Moriré
cuerdamente,
sin santiguarme. Solo
se
alejará este cuerpo como un leve sonido
y
vivir no será más que ese instante
cuya
esencia es dejar de ser en mí.
Desplegarán
amantes sus campanas pluviales
debajo
del neón de algún hotel
y
un grumo de saliva hará distinto
el
paralelo junto de sus labios.
Y
el volcán de un limón estallará
sobre
el encaje de las niñas rubias,
y
volverá a caer en la desnuda escápula
un
puñado de sal deslumbradora.
Moriré
a media tarde, sin notarlo
y
sin verme morir. Y tú estarás buscándome
en
las cantinas y en los lazaretos
arruinada
de lluvia, agotada de andar.
Y
tú estarás buscando la llave de mi puerta,
la
ingle de los ángeles, una copa labrada.
Cuanto
había prometido y ya no podré darte,
cuanto
yo te debía y nadie saldará.
Me
moriré tranquilo, invisible, a media tarde.
Descalzo
por la arena de la hora
que
no ha de rebasarse nunca más.
Y
me iré despoblando, tercamente rendido,
aquilatado
en forma, misérrimo de fe.
Con
oídos atentos al rodar de los autos,
la
onda funeral que me abrirá camino.
Rafael Fombellida
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