El cielo pusilánime escupe su castigo
mientras mi abuelo me conduce
del colegio a casa;
–de Omega al Dorado–.
Mi mano la guarda en el estuche de su mano.
Sobre nuestras cabezas sostiene, con pulso de atlante,
un majestuoso y onírico paraguas negro;
profunda obscuridad traspasada por un bastón;
noche de tormenta metamorfoseada en murciélago;
virgen blanca desgarrada por lengua de carbón;
cúpula por una luciérnaga parcialmente iluminada;
pieles de morcilla cosidas con mugre;
tinta china derramada sobre un pedazo de aire;
noche acotada por el filo de unas tijeras;
media capa adornada por cucarachas;
cargado café en plata negra transmutado;
uvas masacradas hasta formar una pasta diamantina;
alas de cuervo cubiertas por azogue;
tazas de nada repletas de chocolate espeso;
cuello moreno estrangulado por cabellos negros;
jirón de luna arrancado y cubierto de azabache;
plaza negra de arena negra con un toro negro
en el centro del ruedo negro con los cuernos
blancos pintados de negro;
una luz verde me arranca la nuca.
Nuestras pisadas pisan a los pulpos
enredados en nuestros pies.
Mi abuelo, que aquel día
era el hombre-araña,
golpeaba a mis enemigos
del autobús, de la escuela,
de los muelles del ascensor;
y aún hoy lo continúa haciendo
desde los orificios mojados
del firmamento siempre-vivo.
¡Temblad!,
mocos antropomórficos
pegados a las suelas de mis zapatos.
Raúl Herrero
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