Aquel lugar no era un parvulario,
ni un gimnasio, ni un educado edificio;
era un campo de niños
donde me habían obligado a crecer
deshaciendo losas bajo mis pies
y tirando de mis manos
hasta casi romperme por la cintura.
Desde el rubor silencioso
de sus paredes manchadas con patitas
de ciempiés anteriormente sumergidas en tintero
de sangre;
desde la mirada fosilizada de perdidos
estuches, reglas, compases;
todo en orden cadavérico,
me pesaban imágenes de otro tiempo
con cuerpos jóvenes que no han envejecido:
han muerto.
Supervivientes–verdugos,
erguidos sobre ataúdes
con toneladas de martillos dentro de la cabeza,
repiten, con la misma tosquedad que en mi infancia,
los pasos de un minué desmayado,
entre pútrido y pétreo.
Me he disfrazado para la ocasión
con siglos encapotados en capa,
con manos artificiales de poliéster
y mirada ahogada de bufón.
Un momento de tempestad y...
... ni calma...
... ni hastío...
... ni pasión...
... un hueco que me atraviesa
desde la espalda hasta el escudo de hojalata.
Al concluir mi pequeña gestación
alguien me saluda junto a las duchas;
para entonces ya no escucho ni veo.
Mis sentidos se acurrucan entre los brazos de
una sombra.
Tempus fugit.
Raúl Herrero
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