A veces desearía volver a ser un niño
para ser capaz de jugar con las estrellas sin mirarlas
de esta forma en que las miro,
como puntos mentirosos en el cielo oscuro
que sé que destellan por un efecto óptico,
como lo es el deseo, o la vida, o ver el espejismo de un sándwich
en una carretera nacional a las cuatro de la tarde.
Y jugar con las olas para llorarlas luego,
empapado de sal hasta el ombligo,
y mirar las medusas muertas en los contenedores
que los bañistas tiran cuando las atrapan con sus redes
compradas en un chino por cero noventa,
creyéndose pescadores de vidas,
pescando almas en cada playa,
para después turrarse al sol hasta freírse hartos de soledad,
hasta aburrir la vida que se nos escapa.
Pero luego me doy cuenta y pienso que me he roto
demasiadas veces en mis adentros,
y que si mi infancia son mis recuerdos
volvería a romperme tarde o temprano, y a sangrarme la cabeza
con recuerdos recalentados mil veces,
hasta agotarme las fuerzas y pudrirme en carne.
Al final, me gusta pensar que las estrellas son estrellas.
Bolas de gas muy lejanas, que podrían abrasar este mundo miserable
pero que por bondad, o por tetraplejía, no lo hacen,
y aquí me dejan, contemplándolas desde mi ventana,
como un tonto pegado al vidrio de una pastelería,
para mirar por última vez a la chica de la voz dulce
sin un billete para comprar un pastel.
David Lorenzo Cardiel
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