La vida nos contempla inaudita
y vigila nuestros pasos.
A veces los recuerdos borran las huellas
que depositamos sobre las risas, los silencios,
los susurros del despertar
en cada apóstrofo de la palabra
y fotografiamos instantes
para conservar lo incorservable
para no olvidar quienes somos
cuando el polvo nos devore la carne.
En los mercadillos están todas ellas,
cubiertas de olvido.
Me las venden a cincuenta céntimos la unidad.
Veo novias, veo amantes enamoradas
de hombres con los que nunca podrán envejecer,
veo parejas, e hijos, y padres y nietos y abuelos
y loros y perros y señores y criados que nunca volvieron
a encontrarse, jamás.
La muerte se los ha llevado a todos, pero puedo coleccionarlos
como a los cromos de la liga por sólo cincuenta céntimos.
Fotos sin nombre, palabras sin entonación. Blancos y negros,
algunas pintadas a technicolor.
Siempre les pregunto sus historias y enmuceden.
Miro sus ojos, sus gestos, sus labios y me embriago del aroma
de su felicidad, de sus miedos, de su dolor, de su terror a la vida.
La vida que se les escapó en un flash.
Jamás se imaginaron que su eternidad valdría cincuenta céntimos de euro.
Y yo paso de largo y las olvido, y cojo paquetes de postales y selecciono.
Cartas de amor, promesas perdidas en el tiempo enviadas a novias y esposas,
a mujeres que jamás pudo amar en el lecho el hombre que les escribió.
Compré una de un chico zaragozano que escribía una carta de amor a una francesita del otro lado de los Pirineos. ¿Se llegaron a conocer? Jamás sabré su historia.
Me llevo diez postales por seis euros. Diez vivencias, diez vidas por seis euros.
Devoro sus momentos y a cambio he entregado al mundo un trozo de papel mugriento para luego guardarlas en un álbum que nadie leerá,
y que décadas después acabará en un mercadillo
vendiéndose a diez céntimos la pieza.
Este poema se regalará con el álbum de postales. Por un trozo de jamón, quizás.
Y alguien que no soy capaz de imaginarme leerá estas líneas y me olvidará en un cajón.
David Lorenzo Cardiel
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