De ciertos paisajes
atesoro su naturaleza salvaje,
el dibujo de sus cuerpos desnudos en mis pupilas,
y el marco de mis manos
como criaturas intrusas
adaptándose a los requerimientos de la piel.
A ellos
les debo el gusto
de ascender por los recios soportes
de unos muslos hasta el pubis
en el titilar de la vorágine,
como si de un arquitecto se tratara,
o de explorar desde mis labios
la lenta supuración de los senos
en el huracán que crece cerril
bajo la sumisión carnal que ello conlleva.
Así, cuando los vestigios de ese lenguaje
regresan a mi memoria,
me invade la nostalgia
de haber profundizado hasta límites
donde lo prohibido estaba exento de culpabilidad alguna,
como al leer una carta de un amor antiguo,
sabiendo que ya no te ama.
Y es entonces
cuando mi última voluntad
trata de encontrar un nuevo paisaje
en aquellas ventanas donde vislumbro
un haz de luz.
Antonio José Royuela
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