Hoy, que el viento ha limpiado la mañana
y está la mente y la niebla trasparente,
paseas por el predio que siempre fue tu orilla.
Y el cerro, que antaño fue montaña; montaña
que obturaba el horizonte y sólo toleraba el paso
del arroyo, que tú llamabas río; un río
hacia un lejano mar del que nada sabías.
(Aún no sabías
que su acomodo era la muerte).
Las aves volaban altas en formación de flecha
y marcaban un destino, anónimo o sublime.
Hoy, que vuelves aquí sin resolverte,
tus preguntas se pierden en el éter.
Pero ¿qué queda aquí de lo que ha tiempo,
sobresaltó tu afán, iluminó tu sueño?
Dejabas lamer tu cuerpo
al frío de las aguas de un Duerna refulgente,
bruñendo tu piel con las esencias del Pan griego,
secando tu piel desnuda al sol, transida
de deseos, sobre el verde lujuriante la hierba.
Lejos, de la ciudad, llegaban ecos
que evitabas y mirabas a las gentes desde lejos.
Tan lejanos, ay, como ellos impasibles.
Y te ibas lento, indiferente, con el rostro postrado,
como el desmayo de los sauces.
Como un Adán que nace y no se orienta.
Octavio Fernández Zotes
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