Amanece.
Son las café en punto.
Apenas aclara el día con unas gotas de leche.
Es tiempo lento y líquido,
de bostezo y trago suave.
Suena el reloj en la cafetera con cinco campanadas de aroma negro.
Su eco impregna toda la casa,
que se agita cinco instantes en su quietud.
Huele a son amargo y me adormezco todavía un poco.
Me reclino en la silla; cojo la taza con las dos manos
y meto dentro mi nariz para extraer el relajante olor de su tic tac.
Prolongo así el suave preludio del día incierto que amenaza.
Sé que añoraré esta hora sin hora,
serena, des asaeteada y fronteriza,
que la evocaré muchas veces con otros cafés
a lo largo de la dura jornada que me aguarda.
María Jesús Artigas
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