Pronto aprendí el sabor de las lágrimas
aunque rara vez comprendí su razón.
De niña solía esconderme para llorar
sin que mis padres me vieran:
una hija de tres años que llora sin cesar
era un mal presagio que ellos no merecían.
Lloraba y lloraba sin saber por qué,
pero jamás fui tan feliz
-qué penosa y cerril paradoja-.
El ángel custodio que me tocó en suerte
no era un tipo lo que se dice locuaz:
tallado en acero y sueño,
permanecía mudo durante horas
observando mis torpes pasos
y juegos; pronto me acostumbré
a su presencia inevitable y
silenciosa.
Nos retamos varias veces en duelo
de miradas pero jamás respondió
a ninguna de mis preguntas.
Un mal día desapareció sin despedirse,
dejando una nota escrita
con tinta de vómito en mi almohada:
'recuerda que estás hecha
de cieno y sal, como la Tierra;
su dulzura será tu alegría,
su brutalidad será tu tristeza'.
Se llevó consigo el enigma y la promesa,
me dejó la soledad y sus estragos.
Durante un tiempo lo eché de menos,
pero entregada a crecer y a malograrme
pronto olvidé sus enseñanzas.
Creo que alguna noche me visita
en sueños para reprocharme lo inmadura
y mediocre que soy, y lo poco
que he aprendido de la vida
-uno más de sus
proyectos fracasados-.
Yo le replico que eso no es del todo
cierto, que ahora al menos ya no necesito
esconderme para llorar:
he aprendido a ocultar la delatora lágrima
en los bordes de una risa escandalosa.
Pero tiene razón en todo el maldito ángel.
Sigo llorando igual que cuando era una niña
y sigo también sin entender los motivos.
Seguramente no hay nada que entender
porque
seguro
que
no
hay
nada.
Por eso lloro sin razón y sin consuelo.
Lidia Li
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