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domingo, 23 de noviembre de 2014

Postales





La vida nos contempla inaudita

y vigila nuestros pasos.

A veces los recuerdos borran las huellas

que depositamos sobre las risas, los silencios,

los susurros del despertar

en cada apóstrofo de la palabra

y fotografiamos instantes

para conservar lo incorservable

para no olvidar quienes somos

cuando el polvo nos devore la carne.



En los mercadillos están todas ellas,

cubiertas de olvido.



Me las venden a cincuenta céntimos la unidad.



Veo novias, veo amantes enamoradas

de hombres con los que nunca podrán envejecer,

veo parejas, e hijos, y padres y nietos y abuelos

y loros y perros y señores y criados que nunca volvieron

a encontrarse, jamás.



La muerte se los ha llevado a todos, pero puedo coleccionarlos

como a los cromos de la liga por sólo cincuenta céntimos.

Fotos sin nombre, palabras sin entonación. Blancos y negros,

algunas pintadas a technicolor.

Siempre les pregunto sus historias y enmuceden.

Miro sus ojos, sus gestos, sus labios y me embriago del aroma

de su felicidad, de sus miedos, de su dolor, de su terror a la vida.

La vida que se les escapó en un flash.



Jamás se imaginaron que su eternidad valdría cincuenta céntimos de euro.



Y yo paso de largo y las olvido, y cojo paquetes de postales y selecciono.

Cartas de amor, promesas perdidas en el tiempo enviadas a novias y esposas,

a mujeres que jamás pudo amar en el lecho el hombre que les escribió.

Compré una de un chico zaragozano que escribía una carta de amor a una francesita del otro lado de los Pirineos. ¿Se llegaron a conocer? Jamás sabré su historia.



Me llevo diez postales por seis euros. Diez vivencias, diez vidas por seis euros.



Devoro sus momentos y a cambio he entregado al mundo un trozo de papel mugriento para luego guardarlas en un álbum que nadie leerá,

y que décadas después acabará en un mercadillo

vendiéndose a diez céntimos la pieza.



Este poema se regalará con el álbum de postales. Por un trozo de jamón, quizás.


Y alguien que no soy capaz de imaginarme leerá estas líneas y me olvidará en un cajón.



David Lorenzo Cardiel


sábado, 22 de noviembre de 2014

La gente está empecinada con la recuperación.





La gente está empecinada con la recuperación.



Los periódicos dicen que la economía irá en alza el próximo trimestre.

Que el fútbol también va en alza,

que ya somos la mitad de nosotros creyentes del balón,

que los divorcios aumentan,

que se ama menos,

que la luna desciende,

que cada vez hay menos bosques,

que ya no hay ricos ni pobres con escrúpulos,

que los filósofos languidecen,

que más vale que logremos producir oxígeno en Marte

porque de aquí a cien años nos morimos todos,

literalmente,

nos morimos de sueño y luego nos morimos de verdad,

que es como se muere la gente viva,

porque lo de viajar a cuatro años luz lo tenemos jodido

y sabemos que no llegamos,

porque somos unos necios con cosas feas en las manos

que pueden matarlo todo y acabar con el tiempo mismo.



Con lo fácil que es reconocer que todo va a ir a peor,

que la redención no cae del cielo,

que las nubes pueden ser de azufre

y sin embargo todavía nos llueve agua,

que aún podemos cagarla un poco menos,

amar una miaja más,

leer más ensayos, escribir los nuestros luego,

dejar de prender fuego los árboles,

creer en Dios, o en nuestra fuerza,

y echar los balones fuera, ser conscientes de lo que es nuestro.



Y dejarnos de recuperaciones,

porque nadie se recupera después de un duro golpe:

se vive, se levanta la cabeza,

se hunde de nuevo en el lodo,

nos modelamos en otros nuevos,

pero como antes no, nada se recupera,

pero todo podemos volver a perderlo.



David Lorenzo Cardiel






viernes, 21 de noviembre de 2014

Guerra





Han dado la alarma y todo se vuelve oscuro,

como las libélulas en la noche, que uno

nunca sabe muy bien dónde están y a veces caen y chocan

y aletean en silencio para liberar el aullido de la mañana

convertido en fósforo incendiado sobre la piel ajena,

y yo sé que es una falsa luz la de las libélulas

porque suenan fuerte en la noche

y tiemblan las paredes, y hablan las calles

persiguiéndonos la noche, y no sé encontrar la salida

cada vez que el polvo cubre el pasillo,

como cuando te cae una montaña encima

y de repente ves la luz, y la sigues, y te das cuenta

que sólo es un deseo y que estás agarrado a unos hierros oxidados

que salen por tus manos y que se derraman junto a tus pensamientos,

lentamente, montaña abajo, hasta los tobillos,

pero tú sólo ves la luz, y luego te ves retorcido como un higo pocho

y no sabes dónde ir, ya no tienes patria.



Pero luego te despiertas en alguna parte

y agradeces que te hayan convertido en viento:

así ya no tendrás que aguantar más a las luciérnagas

cuando vuelen por la noche y choquen en silencio

batiendo sus alas en la oscuridad.

Sabrás que ya nada pueden hacerte,

porque ya no hay más montañas ni más silencio,

ni más carne quemada que pueda herir tus alas, pequeña mariposa,

pequeño hijo de la tierra.



David Lorenzo Cardiel


jueves, 20 de noviembre de 2014

Fuenterrabía





Un viento de terciopelo que se levanta

con una suave melancolía de luz,

alto hacia las nubes, enrizándose la arena,

que se eleva desde el Cantábrico

abriendo la playa hacia el Bidasoa,

y los barcos que se abren paso

en un mar que llueve sombras,

mientras las olas van cogiendo forma

talladas por los bañistas que corren al paseo,

se recogen las ropas y se tapan

el rostro ante la espontaneidad de la vida.



Y luego una neblina que viene de Hendaya

como una tribulación inevitable,

y cae la lluvia y con ella

las gaviotas vuelven a gobernar el mar.



David Lorenzo Cardiel


miércoles, 19 de noviembre de 2014

El hilo rojo





Dónde nacen las siluetas cada mañana, que en un rincón,

en una sola esquina, la ciudad se hace campo,

y un hilo rojo nos recorre a todos,

cubierto de miradas que nos resultan extrañas.



El caso es que hay un hilo que huelo

que enreda la ciudad hasta convertirla en huella,

y yo dejo que me guíe y me lleve a mundos extraños

donde el sol quema tanto como enfría

en busca de la verdad perfecta,

de la excusa tamizada que nos permitirá vivir otro amanecer,

allí donde el hilo nos sujeta y nos hiere

como un padre enseñando a su hijo a montar en bicicleta,

inventando nuevos cuentos cada noche

para que durmamos en el sueño de un amor

que siempre será, incluso cuando no exista.



David Lorenzo Cardiel


martes, 18 de noviembre de 2014

Días de lluvia





Fíjate cómo llueve, qué hermosa es la vida.

Se ha hecho líquida para entregársenos etérea,

nos viene en nubes para que no la alcancemos

y que cuando menos lo esperemos nos caiga encima,

para regarnos de existencia, pura densidad,

cuando le apetece.



Nosotros abrimos los paraguas y odiamos a las nubes por llovernos,

sobre todo si tienen rayos y caen yermas

con granizos en verano y nieve en invierno.



Nos perturba pensar que las nubes nos controlan,

que pueden manipular nuestro carácter para hacernos tristes,

o alegres, o que cocinemos paella porque sí,

porque hoy llueve y hace frío,

y no se puede ir una vez más a la playa.



Porque mientras las nubes estén ahí el mundo es de ellas,

y si les da la gana empaparán la tierra

para que no vayamos a los conciertos de verano

y la gente piense en lo que tiene que pensar,

amarse ahora que está la luna.



David Lorenzo Cardiel


lunes, 17 de noviembre de 2014

A veces desearía volver a ser un niño




A veces desearía volver a ser un niño

para ser capaz de jugar con las estrellas sin mirarlas

de esta forma en que las miro,

como puntos mentirosos en el cielo oscuro

que sé que destellan por un efecto óptico,

como lo es el deseo, o la vida, o ver el espejismo de un sándwich

en una carretera nacional a las cuatro de la tarde.



Y jugar con las olas para llorarlas luego,

empapado de sal hasta el ombligo,

y mirar las medusas muertas en los contenedores

que los bañistas tiran cuando las atrapan con sus redes

compradas en un chino por cero noventa,

creyéndose pescadores de vidas,

pescando almas en cada playa,

para después turrarse al sol hasta freírse hartos de soledad,

hasta aburrir la vida que se nos escapa.



Pero luego me doy cuenta y pienso que me he roto

demasiadas veces en mis adentros,

y que si mi infancia son mis recuerdos

volvería a romperme tarde o temprano, y a sangrarme la cabeza

con recuerdos recalentados mil veces,

hasta agotarme las fuerzas y pudrirme en carne.



Al final, me gusta pensar que las estrellas son estrellas.

Bolas de gas muy lejanas, que podrían abrasar este mundo miserable

pero que por bondad, o por tetraplejía, no lo hacen,

y aquí me dejan, contemplándolas desde mi ventana,

como un tonto pegado al vidrio de una pastelería,

para mirar por última vez a la chica de la voz dulce

sin un billete para comprar un pastel.



David Lorenzo Cardiel


domingo, 16 de noviembre de 2014